Conocí a Silvia cuando me
mudé al barrio. Teníamos en aquel entonces seis años. Estrenábamos casa,
escuela y barrio. Tal vez ser “las nuevas” nos unió en la vida.
-¡Entrá nena! ¡entrá, te dije!
- Un ratito más mamá. ¿Sí?
-¡Entrá ya!, que después la que corre con médicos, las
nebulizaciones y tu maldito asma soy yo.
Pobre Silvia, nunca
podía terminar un juego. Porque la infancia de Silvia fue eso: juegos
inconclusos o entrecortados en las calles de tierra del barrio. Escondites abandonados
en plena cuenta iniciada. La caza relegada de mariposas. Charlas
importantísimas interrumpidas. Inacabadas tentativas de trepar a los árboles de
aquel campito. Nada, pero nada, que tuviera que ver con lo lúdico podía llegar
al final. Ahí estaba la voz de su madre, en cualquier lugar, en cualquier
momento.
Cuando fuimos más
grandes Silvia me contó que creció así. Si bien su asma, técnicamente no le
prohibía nada, fue la voz de su madre, más que su presencia, la que la limitó,
la que le quitó muchas oportunidades. Silvia solía decir: “la que me ahoga es
mamá, no mi asma heredada”. A veces podíamos reírnos y cierto aire fresco
parecía entrar en la vida de Silvia.
Aunque era chica, yo me
daba cuenta de algunas cosas, sin poder, en ese momento ponerle palabras a lo
que sucedía en la vida de Silvia. Juntas, en nuestras charlas de adolescentes,
pensábamos que, tal vez, ser hija única y de padres más grandes de lo que la
naturaleza manda, hizo que ellos la trataran de esa manera. En verdad los
padres no, su madre. Su padre había muerto cuando ella era pequeña y lo único
que supo fue que de él había heredado el asma.
Los años implacables, fueron
pasando y nuestra amistad creció, se afianzó, se fortaleció.
La mamá se Silvia murió
y entonces decidió vender aquella casa y comprarse un departamento en otro
barrio. También empezó a hacer terapia. Decía que ella sola no podía con toda
su historia. Yo la animaba a seguir, cuando parecía querer tirar todo.
Hubo épocas en que no
nos veíamos seguido, pero no había día en que no habláramos por teléfono. Nunca
entendí por qué Silvia me pedía que antes de llamar a su casa, le enviara un
mensaje de texto. Lo tomé como una manía más, como cualquiera de esas que todos
nos apropiamos cuando los años hacen su camino
Nuestras charlas eran a
veces distendidas, amenas y en otras, no podía sacar de Silvia más que una o
dos afirmaciones.
Fue un martes cuando
nos encontramos en un café.
Silvia me dijo que tenía
que hablar conmigo, que no estaba bien, que había algo que la estaba
preocupando y mucho, que ya lo había hablado con su psicólogo.
Llegué yo primero. Ya estaba acostumbrada a la
impuntualidad de Silvia. No sé por qué, pero su tardanza ese día empezó a
preocuparme. Le mandé un mensaje a su celular. La llamé. Nada.
Pagué el café, pero
antes, chequeé tener las llaves del departamento de Silvia en mi cartera. Hacía
poco tiempo me había pedido que tuviera una copia, por cualquier cosa.
Tenía la llave.
Subí al quinto piso. Se
escuchaba sonar incesantemente el teléfono. Eso me puso más nerviosa. Toqué
timbre. El silencio de Silvia me estremeció profundamente.
Entré y la imagen me causó
terror: estaba tirada en el piso con los ojos y la boca desmesuradamente
abiertos. Todo su departamento olía a menta. Tenía en su mano derecha una vieja
foto familiar.
El teléfono seguía sonando
y estaba a punto de enloquecerme. En medio de esa dolorosa escena, no sé por
qué, pero se me ocurrió atender.
Grité un ¡hola! que retumbó
en la casa y en mi cabeza.
Del otro lado, sólo se
escuchaba una respiración entrecortada, ahogada, jadeante.
Adriana Bargallo
Abril 2014
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