miércoles, 28 de mayo de 2014

SILVIA

Conocí a Silvia cuando me mudé al barrio. Teníamos en aquel entonces seis años. Estrenábamos casa, escuela y barrio. Tal vez ser “las nuevas” nos unió en la vida.

            -¡Entrá nena! ¡entrá, te dije!
            - Un ratito más mamá. ¿Sí?
            -¡Entrá ya!, que después la que corre con médicos, las nebulizaciones y tu maldito asma soy yo.

            Pobre Silvia, nunca podía terminar un juego. Porque la infancia de Silvia fue eso: juegos inconclusos o entrecortados en las calles de tierra del barrio. Escondites abandonados en plena cuenta iniciada. La caza relegada de mariposas. Charlas importantísimas interrumpidas. Inacabadas tentativas de trepar a los árboles de aquel campito. Nada, pero nada, que tuviera que ver con lo lúdico podía llegar al final. Ahí estaba la voz de su madre, en cualquier lugar, en cualquier momento.
            Cuando fuimos más grandes Silvia me contó que creció así. Si bien su asma, técnicamente no le prohibía nada, fue la voz de su madre, más que su presencia, la que la limitó, la que le quitó muchas oportunidades. Silvia solía decir: “la que me ahoga es mamá, no mi asma heredada”. A veces podíamos reírnos y cierto aire fresco parecía entrar en la vida de Silvia.
            Aunque era chica, yo me daba cuenta de algunas cosas, sin poder, en ese momento ponerle palabras a lo que sucedía en la vida de Silvia. Juntas, en nuestras charlas de adolescentes, pensábamos que, tal vez, ser hija única y de padres más grandes de lo que la naturaleza manda, hizo que ellos la trataran de esa manera. En verdad los padres no, su madre. Su padre había muerto cuando ella era pequeña y lo único que supo fue que de él había heredado el asma.
            Los años implacables, fueron pasando y nuestra amistad creció, se afianzó, se fortaleció.
            La mamá se Silvia murió y entonces decidió vender aquella casa y comprarse un departamento en otro barrio. También empezó a hacer terapia. Decía que ella sola no podía con toda su historia. Yo la animaba a seguir, cuando parecía querer tirar todo.
            Hubo épocas en que no nos veíamos seguido, pero no había día en que no habláramos por teléfono. Nunca entendí por qué Silvia me pedía que antes de llamar a su casa, le enviara un mensaje de texto. Lo tomé como una manía más, como cualquiera de esas que todos nos apropiamos cuando los años hacen su camino
            Nuestras charlas eran a veces distendidas, amenas y en otras, no podía sacar de Silvia más que una o dos afirmaciones.
            Fue un martes cuando nos encontramos en un café.
Silvia me dijo que tenía que hablar conmigo, que no estaba bien, que había algo que la estaba preocupando y mucho, que ya lo había hablado con su psicólogo.
 Llegué yo primero. Ya estaba acostumbrada a la impuntualidad de Silvia. No sé por qué, pero su tardanza ese día empezó a preocuparme. Le mandé un mensaje a su celular. La llamé. Nada.
            Pagué el café, pero antes, chequeé tener las llaves del departamento de Silvia en mi cartera. Hacía poco tiempo me había pedido que tuviera una copia, por cualquier cosa.
            Tenía la llave.
            Subí al quinto piso. Se escuchaba sonar incesantemente el teléfono. Eso me puso más nerviosa. Toqué timbre. El silencio de Silvia me estremeció profundamente.
Entré y la imagen me causó terror: estaba tirada en el piso con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. Todo su departamento olía a menta. Tenía en su mano derecha una vieja foto familiar.
El teléfono seguía sonando y estaba a punto de enloquecerme. En medio de esa dolorosa escena, no sé por qué, pero se me ocurrió atender.
Grité un ¡hola! que retumbó en la casa y en mi cabeza.
Del otro lado, sólo se escuchaba una respiración entrecortada, ahogada, jadeante.


Adriana Bargallo

Abril 2014

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