sábado, 13 de junio de 2015

Me levante muy temprano esa mañana, anhelando dormir un poco más. 7:10. Aunque el cuerpo exigía descanso, la necesidad de recorrer aquel lugar nuevo apremiaba y me incitaba. El sol caribeño despuntaba entre los árboles y aquella casa rodeada de verde ofrecía un paisaje desinhibido, salvaje y agreste. Germán me había indicado los lugares más conocidos y las rutas a tomar por si quería salir a recorrer. Al principio dude. Jamás me había importado salir sola en Buenos Aires. Aunque soy de provincia, allí entre los edificios y subtes, de los cuales desconocía recorridos, la guía T era mi salvadora y mi brújula. Acá, no había tren, no había colectivo, no había calles transitadas ni subtes. Un par de caminos estrechos que se abrían para un lado y para el otro. No había Guía T que me ayudara. Iba a estar ahí por un largo tiempo así que debía tomar coraje y salir a conocer ese mundo nuevo que me ofrecía la República Dominicana.
Al principio sentí la angustia y el nerviosismo por la posibilidad de perderme. ¿Qué carajo hago si me pierdo? Me pregunte. Pero a la vez confiaba en mi sentido de dirección y en mi inteligencia espacial. Todo el mundo dice que me ubico bien y que es casi imposible que me pierda. Así, como siempre me pasa a la hora de tomar decisiones, dudando, me aventure a la puerta. Me persigne y encare el primer camino que se me presento delante de la casa. La angustia fue cediendo a medida que el paisaje me iba embargando. Ya no me acordaba de la duda de hacia unos minutos, aun así, sabía que no había doblado y que el regreso era todo derecho por la misma calle que había venido. Me dejaba llevar por los colores y por el aroma pero sin perder el sentido de la orientación. Cruce la carretera y el senderito de la mano de enfrente me tentó. No me preocupe por andar sola a esa hora, no tenía miedo. No estaba en Buenos Aires donde el miedo se apodera de la gente y los hace temblar el ruido de las hojas o el silencio de la siesta. Aunque nunca fui paranoica y perseguida, siempre había que cuidarse en Buenos Aires.

El cuadro que descubrieron mis ojos al finalizar el senderito donde los mosquitos me devoraron, donde me raye todas las piernas y casi me pegue un palo, valía la pena. Jamás había visto belleza semejante. Nunca olvidare la primera vez que divise la piscina de La Catalina.

                                                                                                                          ERICA VERA 

La sombra del fracaso


“Me siento como la sombra del fracaso” pensaba Carlos mientras revolvía la comida en su plato. Hacía varios años que la realidad le venía dando una paliza y él sentía que lo único que hacía era recibir los puntapiés y las trompadas desde un lugar pasivo y costumbrista. Se imaginaba tendido en el piso, mientras las patadas y las piñas lo arremetían con vehemencia. Al fin y al cabo, se las merecía.
Su esposa miraba la televisión y levantaba el tenedor sin perder de vista lo que acontecía del otro lado de la pantalla. No se miraban. El silencio, el desamor y el resentimiento habían ganado terreno en esa relación que llevaba muerta el mismo tiempo que llevaba la partida de Matías. Recordarlo lo sucumbía en un estado amargo y penoso. Lo recordaba constantemente; no solo porque era el calco de ella, sino porque sus cosas aun seguían allí. Después de tanto tiempo, aun se preguntaba qué extraño demonio lo había llevado a actuar como lo hizo aquella noche de Junio.
Todo había cambiado desde que supieron la verdad. Una verdad dura que Carlos Pérez de 47 años, policía y criado en una familia ultra católica no supo asimilar y lo llevo a cometer el peor error de su vida. Un error que no se perdona.
Fracasó como padre el día que echo a Matías de la casa al enterarse de su inclinación sexual. Al enterarse que Gastón, el muchachito que venía de visita seguido, era mucho más que un amigo. Al saber que ella lo sabía todo y no se lo había contado nunca. Si ella lo odiaba por arrojar a su hijo a la calle, él la odiaba a ella por haberle ocultado semejante cosa.
Si hubiese dicho la verdad en el momento indicado, si hubiese salido de sus labios dulces que todo lo hacían más bello y menos tortuoso, las cosas hubiesen sido diferentes. La culpaba por eso. La culpaba por haberlo dejado ser el monstruo al que siempre le temió, por no haberlo ayudado a ser un mejor padre, un mejor esposo. Ahora, Matías estaba muy lejos y no quería regresar y ella estaba ahí frente a él pero quería escapar.


                                                                                       ERICA VERA 

La cita

El bolsillo le vibraba pero no alcanzaba a darse cuenta lo que era. Vibraba incesantemente mientras él pretendía dormir. Al cabo de unos minutos y tras sucesivas vibraciones que le hacían cosquillas en la pierna, se percato que era su celular. No recordaba las ultimas horas y como había llegado hasta la cama, ni porque estaba vestido. Estaba demasiado dormido y confundido para pensar en eso. El teléfono seguía vibrando y sin abrir los ojos, metió su mano en el bolsillo del pantalón, y abrió la tapa del celular. A lo lejos una voz que le decía; Hola… Hola…
—¿Hola? ¿Quién es?
—Buenas tardes. ¿Hablo con el señor Samuel Peterson? —Una voz cordial y femenina se oía del otro lado del aparato.
—Sí. Soy yo. ¿Quién es?—Sus ojos aun no se separaban. Hablaba, pero su mente no retenía información. Sabía que le llevaría un buen rato terminar de despertarse. Siempre le pasaba lo mismo. Todas las mañanas se lavaba la cara, los dientes, hacia sus necesidades y se duchaba casi con los ojos cerrados. Solo lograba despabilarse después del primer sorbo de café, camino al trabajo y gracias al viento helado que corría por las calles de Nueva York.
—Señor Peterson, nos comunicamos con usted de “White Wings Company” para informarle que nuestro presidente lo recibirá esta mañana en su oficina de la calle Houston. Ha escuchado sus mensajes y ha decidido verlo esta mañana. Llamo para confirmar la cita.
— ¿Quién? ¿White Wings? ¿Una cita? ¿Hoy?
—Sí señor. Sus insistentes mensajes han llegado a oídos de nuestro presidente y el, a pesar de que tiene su agenda completamente ocupada, ha aceptado verlo. Le recuerdo también, que si no puede presentarse hoy, no podremos concretar otra cita. Estamos completamente ocupados y llenos hasta, por lo menos, los siguientes ocho meses.
—Señorita… Disculpe. ¿Dónde me dijo que quedan las oficinas?
—Calle Houston. Señor Peterson… ¿Confirma su cita? Sería a las diez de la mañana. Exactamente en una hora y media.
—Si señorita. Ahí estaré. —Accedió porque estaba seguro que apenas el café toque sus labios, después de la ducha, recordaría el motivo de la cita y de los mensajes. Últimamente tenía la cabeza en cualquier lado y no le extrañaba encontrarse con un negocio que, según parecía, había sido manejado netamente por su socia. La señorita Lane ha sido su mano derecha por años y estaba calificada para tomar decisiones casi sin consultarle. Seguramente ella había concretado esa cita. Como lo habían hecho en otras oportunidades, la llamaría de camino a las oficinas para que lo pusiese al tanto del negocio.
Desafortunadamente ni la ducha, ni el café, ni el viento helado lo hicieron recordar, aunque si lo despabilaron. Si no recordaba a la White Wings, menos los mensajes. Nada. Había intentado comunicarse con su socia de camino a la cita pero no hubo caso. El mal humor se presento con fuerza, mientras en el taxi trataba de pensar una estrategia para encarar al presidente de la White Wings sin sonar estúpido por no saber lo que hacía allí. No presto atención a la calle, a los transeúntes, ni a los sonidos a los que estaba acostumbrado. La gran manzana se presentaba casi vacía y con poco tráfico. Aunque el silencio era muy extraño, él no lo notó porque iba enfrascado en su dialogo imaginario con el hombre de la cita.
El taxi lo dejo enfrente de la compañía y al bajarse, tampoco recordó cómo es que había llegado al auto, ni el momento en que le había dado la dirección. “Definitivamente tengo que ver un medico”, pensó mientras ingresaba a un edificio de varios pisos. La fachada era imponente y se sorprendió por no haberlo visto antes, a pesar de haber pasado por ahí todos los días.  
—Buenos días, tengo una…
—Si Señor Peterson. Lo están esperando. Aguarde aquí que alguien le vendrá a buscar. —Le dijo un joven vestido de negro, en un escritorio que se encontraba a pasos de la entrada.
—Disculpe Señor. —Samuel se acerco al muchacho luego de esperar unos minutos, dudoso de plantear su inquietud. —Estoy teniendo unos pequeños problemas de memoria últimamente, y la verdad que no recuerdo que es lo que vengo a hacer aquí. La señorita que me llamo, me dijo que había dejado varios mensajes para ver al presidente de la compañía pero… verá… no me acuerdo de nada.
El joven lo miro de una manera que Samuel no supo si expresaba sorpresa o preocupación. Al cabo de unos segundos, saco unos papeles de un cajón y se los extendió.
—Tome, lea. Acá están anotados todos sus mensajes. Usted sí que ha sido insistente eh. No sé que vio el presidente en usted, pero déjeme decirle que su caso ha sido muy especial. Todo el edificio sabe de sus mensajes. Fíjese—mientras le señalaba las hojas— ochenta y nueve mensajes en menos de veinticuatro horas. Aunque recibimos muchísimos más, creo que lo que llama la atención son sus palabras. Si. Eso fue. Creo que el presidente sintió pena por usted y lo mando a citar. Ahora bien mi amigo, no lo arruine. Esta es una oportunidad que no a muchos se les da.
Samuel escuchaba lo que le decía aquel muchacho, pero mientras más oía, menos entendía. Ojeo las hojas que tenía en la mano y alcanzo a leer uno de los mensajes que estaba resaltado con verde.
“Por favor… tengo mucho para dar. Sé que me equivoque, sé que no creí en ti, pero hoy más que nunca te necesito. No me abandones ahora. Por favor, necesito verte. Quiero verte y pedirte perdón. Quiero otra oportunidad. No te fallare. Dios, por favor. “
—¿Qué es esto? —Se pregunto en voz alta.
Una señorita se asomó desde el ascensor y lo llamó por su nombre. Los dos subieron los doce pisos que separaban la planta baja y la oficina del presidente. Al salir, divisó un sillón que miraba hacia la puerta cerrada con el cartel de “Presidencia” en el centro.
—El Señor lo recibirá en unos minutos. Tome asiento. — Le dijo ella mientras se sentaba en su escritorio. No lo miraba. Las hojas habían desaparecido de su mano e inmediatamente pensó que las había olvidado en el hall de entrada. Maldijo en voz baja por no haberlas subido y seguir ojeando los mensajes que  supuestamente había enviado y no reconocía.
Unos minutos después, la voz dulce de la muchacha lo saco de sus pensamientos desordenados
—Adelante. Ya puede pasar.
Ya nada podía hacer. Se acomodo el traje y la corbata e ingreso a la oficina del presidente. Enseguida reparo en el ventanal gigante que mostraba la cuidad en su mayor esplendor. Contuvo las ganas de acercarse y siguió observando la habitación. Sillones, una mesa ratona de madera lustrada, alfombra, cuadros de artistas reconocidos y una gran biblioteca. El escritorio del presidente era enorme aunque tenía pocas cosas sobre él. Solo unas hojas (que enseguida reconoció) y una lapicera. Se oyó el ruido del agua correr tras una puerta a sus espaldas y al darse vuelta, lo vio salir del baño.
—Buenos días Samuel. ¿Cómo has estado?
—Buenos días… Señor…
—Honestamente, quiero decirle que a lo largo de toda mi carrera, jamás he visto a alguien tan elocuente a la hora de pedir la salvación. —Caminaba hacia el escritorio, mientras se secaba las manos con una toalla blanca, que luego depositó sobre la mesita ratona. —La verdad Samuel,  tengo que reconocer que me sorprendieron sus palabras. Lo tenía que conocer.
—Disculpe… ¿Señor…? —como el hombre no hizo ademan para decir su nombre, prosiguió. —Le comente al muchacho de abajo que no recuerdo porque estoy aquí. Ni las llamadas, ni los mensajes. No sé quién es usted. No sé qué hago aquí. No sé a que se refiere con “Salvación”. Le pido disculpas pero no se qué me pasa. Debería ir inmediatamente al médico para hacerme ver.
—Samuel, tu pediste verme desde el día del ataque. ¿No te acuerdas? Desde que sufriste el ataque cardiaco en el parque, y te internaron en el hospital, has estado llamándome, buscándome. Pidiendo que te perdonara los pecados (que fueron muchos), y por ende que te salvara. Y bueno… has sido tan persistente que no me contuve. Quería conocerte.
De un momento a otro, todo cerró. Y recordó la tarde en el Central Park mientras paseaba a su perro Shogy y el fuerte pinchazo en el pecho.  
—Dios…
—Si. Encantado en conocerte Samuel. Ahora, cambia esa cara de desencajado que debo asignarte unas cuantas tareas y ver si vales la pena. Esto no es una simple cita. Mi secretaria te dará toda la información que necesitas. Cuando hayas terminado tu encargo, volverás a verme.
—Pero… yo… Dios… quiero…
—Se que quieres saber muchas cosas, se que ya has recordado como llegaste aquí. Y no. No puedes volver. Por lo menos, no como Samuel. —Le guiño el ojo—Sé que puedes ser merecedor de un lugar aquí, con nosotros. Pero… antes deberás probar si eres harina de este costal. Tu sabes, no todos tienen lo que hay que tener para ganarse un pedazo de cielo—Sonrió— Realmente tus pedidos han calado en mi, y déjame decirte que hace muchísimo tiempo no oía a alguien pedirme con tanto fulgor. Sé que te mandaste las tuyas y no te culpo. La vida allá abajo es bastante revoltosa y es muy difícil mantenerse fuera del pecado. En fin, aquí estas y creo que puedes servir a mi causa. —Se acerco y le dio una palmadita en el hombro y lo acompaño a la salida— Ahora bien, aquí te darán las instrucciones y ya arreglaremos cuentas en el próximo encuentro. No tengas miedo. Mucho gusto Samuel.
—Mucho gusto Dios.

                                                                                                                     ERICA VERA


Deje su mensaje después del tono


El teléfono sonó cuatro veces y saltó la contestadora: “Hola. No estoy en casa. Seguramente estoy en la clase de yoga o en la de inglés. O simplemente paseando. (Risas) LLamáme más tarde. Besitos. Delia.” Volvió a marcar y escuchó detenidamente cada palabra. Trataba de aislar los sonidos del ambiente y creaba en su cabeza la escena. Podía, a través del teléfono, ver aquella casa donde se crió. Así lo hacía varias veces, escuchando repetidamente su voz.
Su mamá debió estar sentada en aquel sofá viejo, testigo de miles de momentos, a la hora de grabar ese mensaje.  La podía ver sentada en el borde del apoya brazos. Así lo hacía cada vez que usaba el teléfono. Pensar en el sillón lo guió a visualizar el living. El sillón marrón de tres cuerpos, y otros dos más pequeños solían rodear la mesita ratona. ¿Se encontraría repleta de revistas? Revistas de costura, de arte, de cocina. La pared blanca y los cuatro cuadros con las fotos de; ella y el viejo cuando se casaron, la de Juan (su hermano mayor) cuando ingresó al servicio militar, la de Roberto (su hermano más chico) cuando se recibió de Doctor y la de él, sentado en el cordón de la vereda, despeinado y con un cigarrillo en la mano. ¿Estaría su foto aun colgada en la pared? No podría saberlo. Siguió recorriendo su casa con la imaginación. Visualizando cada espacio, cada rincón. Se paseó por la cocina y recordó los domingos en la mesa. Los debates, los silencios y sobre todo reparó en los olores y en los sabores. Los sahumerios que se prendían todos los sábados después de la limpieza y el vaso con sal detrás de la puerta. Una costumbre que su mamá adquirió desde muy joven y jamás se la pudieron sacar.
De un momento a otro, pensó en su habitación. Y aunque intentó recordar algún detalle, solo recordó lo que dejo allí aquel jueves por la tarde. Sus libros, sus discos, sus fotos y su colección de monedas. Dedujo que todo estaría tapado por el polvo o bien arrumbado en el galponcito. La imagen lo entristeció. Pensó en el jardín; en la inmensidad de aquel lugar donde dio sus primeros pasos con la bicicleta. Pensó en el limonero frondoso y recordó a su viejo dándole con el cinto para que diera mejores limones. Los sábados por la mañana cuando cortaban el pasto y cómo cada uno tenía su tarea asignada. El siempre se encargaba del rastrillo. Hacia montículos de pasto para que Roberto los guardara en la bolsa de consorcio y Juan, el más fuerte, los deje en la vereda para ser recolectado.  
Volvió a marcar y antes que sonará por cuarta vez, atendieron. “Hola….” Cortó. No volvió a marcar.
***
Como cada viernes a las 16:45 el teléfono sonaba sin parar hasta las 17:00 o hasta que ella atendiera. Al principio, creyó que era un gracioso que lo único que quería era molestar. Hasta que se dio cuenta que era él. Su respiración uniforme, su silencio y sobre todo su persistencia lo delataron. No lo notó el primer viernes, sino mucho después. Cada vez que ella atendía no volvía a llamar. Su corazón de madre le decía que era él y el detector de llamadas lo confirmó. Dejo de atender. Sabía que él solo escuchaba el mensaje de la contestadora, y volvía a llamar. Una y otra vez. Por eso, una vez al mes cambiaba el mensaje. “Hola… No estoy en casa. Estoy en el hospital con la tía Nelly. Dejame un mensaje y te devuelvo la llamada.”…En otra ocasión;  “Hola… No estoy en casa. Juancito fue papá. Estoy disfrutando a la pequeña Zoe. LLamame mas tarde.” O “Hola… Hoy es el cumple de Roberto. Estamos de festejo. LLamame mañana porque hoy vuelvo tarde….”
Una vez al mes, y por los últimos tres años, había cambiado el mensaje de la contestadora. Todo el mundo creía que lo hacía porque se aburría de lo mismo. No era extraño que Delia hiciera esas cosas. Una mujer divertida, alegre. Era de esperarse. Sin embargo, la razón era otra. Cambiaba de mensaje por que en el minuto y medio que duraba la grabación, le contaba a su hijo menor los últimos acontecimientos familiares. Así se comunicaban. Ella dejaba que el teléfono sonará y atendía como siempre a las cinco de la tarde. Hola… Hola… y él del otro lado, cortaba.
No estaba segura si él sabía que ella estaba al tanto de sus llamadas semanales. Jamás se lo mencionó a nadie. Ni siquiera a Juan, quien era el único que más o menos estaba al tanto de la situación de su hermano. No se hablaba de él hacía mucho tiempo. Aunque todos sabían dónde estaba y cuando saldría, los años pasaban como si el más chico de los Morales no existiera. Su recuerdo era un fantasma que habitaba en las fotos del living y nada más. No había nada más de él. Aquella foto había permanecido allí, por insistencia de su madre. Su padre ordenó tirar todo y borrar de su vocabulario su nombre y todo lo que se refería a él. “Dejo de ser mi hijo, dejo de pertenecer a esta familia”, dijo. Y jamás nadie le retrucó.
***

Cada viernes utilizaba los últimos quince minutos de su salida diaria para llamar a su casa y oír la voz de su madre. Oírla lo hacía sentirse bien, y le daba fuerzas para afrontar la semana. Ella, del otro lado, dejaba el teléfono sonar y sabía que él estaba del otro lado. Le hubiese gustado que no cortara cada vez que ella atendía, pero la vida y las decisiones los habían puesto en aquel lugar. Tal vez, algún día todo cambie. 

                                                                                                            ERICA VERA

13 de Diciembre

Llovía a baldazos y la humedad de sus pies no lo dejaba pensar. El viento arremetía con fuerza y le volaba el jopo. Intentaba calentarse la nariz, escondiéndola bajo la polera verde musgo que llevaba puesta. A pesar que en cada respiración, el desagradable hedor a metal, a grasa y aceite se le impregnaba en la nariz,  exhalaba dentro y la calidez de su aliento le devolvía la sensibilidad. Abrieron la puerta y tomó el número de la mano de un hombre gordo con cara de perro bulldog, que inspiraba miedo. A pesar que no sabía bien dónde dirigirse, no quiso preguntar y se acomodó en un costado de la enorme sala del Hospital Posadas. Consultó la hora; eran las siete de la mañana y aun no amanecía en ese invierno helado de Junio. Las piernas le temblaban debido al frio y al cansancio físico que experimentaba. Venia de trabajar y hacia exactamente  veinticuatro horas que estaba despierto.  El cuerpo le enviaba mensajes subliminales; se le aflojaban las piernas, le dolía la espalda, la cabeza le daba vueltas. Necesitaba descansar.
El calor de la sala lo cobijó y lo hizo bostezar. Adentro, al reparo del frio y de la lluvia, se estaba un poco mejor. Giró la cabeza y vio que aun quedaban muchas más personas afuera, de las que habían en la sala. Se apiadó de ellos y para no dormirse parado, comenzó a conjeturar las razones  que deberían tener para realizar semejante vigilia en búsqueda de un maldito turno. Inmediatamente pensó en Susana, su mujer, que ya debería estar en viaje a su casa. Seguramente ya estaría en la estación de Ramos Mejía esperando el tren a Moreno, para luego tomarse el 501 hasta La Reja.
Se despidió de ella a las 9:30 de la noche anterior, antes de irse a trabajar. Aun no llovía. La dejó en el hospital con una banqueta, un pochito tejido y un bolso donde llevaba un termo con café, papel higiénico, una revista y dos paquetes de galletitas Don Satur. Todas las provisiones para pasar la noche en las afueras del hospital y así, conseguir un turno para Laurita. A las 6:30 se dieron un beso frio y se despidieron. El la suplantaría.
Iban por el numero 14 y él tenía el 28. A medida que la gente salía o se retiraba por los pasillos que se abrían para los costados, otros tantos ingresaban a la sala con su número en la mano. Algunos cartones eran verdes, otros rojos. El tenía uno verde. El bullicio era insoportable. Consultó la hora otra vez; las 7:40. Sus pies seguían fríos y húmedos pero el calor de las personas a su alrededor lo reconfortaban. Sonó el celular y era Susana que le avisaba que ya estaba en Moreno, esperando el 501. Cortó y su mirada se detuvo en una madre con un bebé en sus brazos que lloraba a los pies del perro bulldog. No alcanzaba a escuchar que se decían o de qué se trataba el escándalo. Lo supuso al ver al hombre cerrar la puerta de entrada y a las personas que aun permanecían fuera, partir con desolación y cansancio. No había más números. Era claro.
La mujer lloraba con fuerza y otra señora intentaba levantarla del piso y calmarla, pero no había caso. Poco a poco los llantos se fueron convirtiendo en gritos, en odio. Los gritos invadieron la sala y  junto al perro bulldog aparecieron otros dos hombres y una enfermera. Ninguno pudo calmarla. Quería un turno para el gastroenterólogo. No alcanzó a escuchar como solucionaron el problema porque la señorita que atendía en la recepción repitió su numero dos veces. Sintió alivio porque eran las 8 de la mañana y ya casi estaba todo finiquitado. No contó con la respuesta de la señorita. El turno para Laurita sería para el 13 de Diciembre. No lo podía creer y por eso preguntó tres veces, pensando que había oído mal.
—Lo siento señor. No hay turnos para la ginecóloga infantil hasta Diciembre.
—Pero mi hija lo necesita cuanto antes… verá… —intentó mostrarle la historia clínica y las ordenes.
—Lo entiendo. Pero no puedo hacer nada. No hay más turnos.
— ¿13 de Diciembre? ¿Antes no? Mire que es urgente…
Intentó convencer a la muchacha que lo miraba con cara de nada y apuraba sus palabras y le devolvía los papeles que él le daba y le mostraba.
—Por favor señorita. Fíjese otra vez. Hágame el favor.
—Ya me fije señor. 13 de Diciembre a las 10 am. ¿Quiere el turno?
—Sí. Claro que sí.  “No hicimos semejante sacrificio por nada” pensó.
—Recuerde que debe ingresar la historia clínica antes de hacerse atender. Ese mismo día.
— ¿Dónde la tengo que presentar?
—Tiene que sacar número, como hizo hoy. Pero esta vez le van a dar uno rojo. Pasa por aquí y nosotros lo derivamos inmediatamente.
— ¿Usted me dice que tengo que volver a hacer la cola toda la noche para que atiendan a mi hija?
—Sí señor.
Suspiró e inmediatamente pensó en la mujer con el bebé. Sintió su odio e indignación en carne propia. Aun así, agradeció a Dios por haber conseguido un turno.

                                                                                                                                  ERICA VERA



domingo, 7 de junio de 2015

260



No tengo ganas de leer
ni siquiera los apuntes de mi propia escuela.
Sólo quiero transcurrir este instante
a la espera del siguiente.
Será un recreo a mantenerse ocupado
en un trabajo (esperando una clase que ejercite el alma o el cuerpo),
en una clase (añorando una palabra o expresión de afecto),
en una charla grata (ilusionados con algún sueño),
aun viviendo un deseo pasado,
pero incapaces de verlo
o de detectar siquiera cuándo lo empezamos a cumplir.
Llevo una cuenta de esperas y sentimientos,
aunque la mayoría de las veces no los diferencie.
Todos son poesías, medio que encontré para conservarlos.
Cada vez se agranda más la colección
y todavía no descubro el objeto.
Si lo pensás con detenimiento
doscientos sesenta en cinco años
no es suficiente.
Es poca vida.


                                                                                        Mariana Delponte

miércoles, 10 de septiembre de 2014

MIRO VIBRO Y SUEÑO

Miro hacia adelante y tropiezo con tus ojos negros. 
Miro tu piel que me envuelve, hasta lo más profundo.
Miro tus labios que se unen a los míos, como mieles.
Miro tus manos que acarician tiernamente mi cabello.

Vibro a tu compás, como alondras en cortejo.
Vibro cada vez que pronuncias mi nombre.
Vibro cada mañana a los despertares juntos.
Vibro cuando abrazados nuestras almas se funden.

Sueño más allá de lo soñado.
Sueño con la magia del encuentro.
Sueño como una adolescente enamorada.
Sueño en el otoño de mi vida.

MIRO VIBRO Y SUEÑO, por nuestro amor incomprensible y loco unido de por vida.



LILIANA PARRA ♥