sábado, 5 de julio de 2014

Hombre

 

Es soledad cósmica sostenida por porfía.
Es un viajero limitado por la brevedad del viaje.
Es arena suspendida entre vientos contrapuestos.
Es un signo de interrogación que escudriña una respuesta.
Es un volcán insatisfecho que desea  erupcionar en las antípodas.
Es una caravana de sed acumulada en busca de un oasis.
Es la duplicidad perpetua entre el alma y los sentidos.
Es un vaso de ouzo celebrando el pensamiento.
Es Alejandría arrasada por los árabes.

Es una casualidad inteligente que inventa su destino.


                                                                                           Cristina Salera

EL LEGADO


                                                                       “…antes que exale  mi último suspiro,
                                                                       deja, amor, que revele mi legado.”   
                                                                                 John Donne

El teléfono sonó cuando  tenía las manos llenas de masa pegajosa. El olor de la manteca mezclada con el azúcar, envolvía la nostalgia del día gris, amparándola un poco del malhumor que se había levantado con ella esa mañana y no parecía dispuesto a abandonarla.
-Siempre pasa lo mismo- dijo enojada. ¿Y si no atiendo? Total, me  pueden dejar un mensaje.-
 Empezó a contar: uno, dos, tres, cuatro...y no aguantó. La aguda regularidad del timbre, la ponía tan nerviosa como la certeza de que a la quinta vez, se disparaba el contestador. Al levantar el tubo,  escuchó la voz de su madre que decía:
-Nina, te quería avisar que murió Enrique Fesole. –
 ¡Qué costumbre la de su mamá en los últimos tiempos! La ponía al tanto, con minuciosa prolijidad, de la muerte de personas con las que había perdido contacto hacía casi una vida. Con la amigable familiaridad que los ancianos hablan de la muerte, a la que primero miran desde lejos, con recelo y a la que terminan cediendo un lado de la cama,  agendaba en su memoria la lista  de decesos y de paso la obligaba a tener al día la suya.
-Ma, estaba haciendo una pastafrola y repartiendo masa por todos lados. ¡Qué macana lo que me estás contando! ¿Pensás ir al velorio?-
- Qué estás diciendo, nena, si cuando se jubiló se fueron a vivir a Corrientes. Te lo dije muchas veces.-
-Bueno viejita, en ese caso te llamo cuando termine y me contás bien -.
Enrique Fesole. Petiso y gordito. Siempre usaba bombachas beige tableadas, botas criollas  de color marrón, impecablemente lustradas, camisa blanca almidonada y pañuelo al cuello. Era el administrador de la estancia “Los Toldos “…  sintió que sus ojos se iban llenando de lágrimas a medida que se introducía en el recuerdo. Otra puerta cerrada para siempre. Para siempre.
-¿Y qué? Hace más de cuarenta años que no lo ves- se dijo en voz alta.
Y también en voz alta se contestó:
-No importa. Hasta hoy, si hubiese querido, hubiese podido. Pero a partir de ahora, ya nunca más.-
¡Lo pasaba tan bien en la estancia! El callejón de acceso al casco, franqueado a ambos lados por viejísimos álamos, era interminable. Había que abrir más de diez tranqueras para llegar. Le parecía una aventura  bajar y subir del auto a cada rato. Tenían escuela para los hijos de los peones, con casa para el maestro. Y su propia carnicería, provista con hacienda de la estancia, que despedía un tufo verdoso, insoportable en verano, porque las heladeras de entonces no podían competir con el calor. Frotaban la carne con vinagre, tratando de atenuar  el olor.
A la esposa le decían Titina. Siempre  angustiada  porque al marido le gustaba demasiado el vino tinto. Siempre servicial y con una bondad tan innata que apenas se le notaba.
A Enrique le apasionaba bailar tangos con cortes, más exagerados a medida que  los vapores báquicos de la noche conquistaban posiciones. Invitaba a cualquier mujer  y se ofendía si le decían que no.  A la mamá de Nina, en una ocasión, se le ocurrió decirle que lo que estaba tocando la orquesta en ese momento era el Himno Nacional, y que los que estaban bailando, estaban tan ebrios que no se daban cuenta.
Nina siguió reviviendo en colores y olores meticulosos la historia de Enrique, tan ciertamente  muerto según  su mamá y de repente tan lleno de vida en su memoria,  que no  había necesitado tenerlo en cuenta  hasta ese  instante, el de su definitiva  desaparición.
La pastafrola  reclamaba, con su aroma maduro, que la saquen del horno.
Nina, con un repasador a cuadros en la mano, la cabeza llena de recuerdos y el corazón lleno de congoja, tuvo la revelación. Tal vez su madre  empezó a contarle  las muertes, no como costumbre morbosa adquirida en la vejez, sino cuando comenzaron a suceder.
Y la lógica de la cronología, le señaló con frialdad, que ella estaba primera en la lista, después de su mamá. Heraldo generacional. Emisaria de cierres. Era la depositaria de los recuerdos que seguían.

                                                                                                           CRISTINA SALERA