“…antes que
exale mi último suspiro,
deja, amor, que revele mi legado.”
John
Donne
El teléfono
sonó cuando tenía las manos llenas de
masa pegajosa. El olor de la manteca mezclada con el azúcar, envolvía la nostalgia
del día gris, amparándola un poco del malhumor que se había levantado con ella
esa mañana y no parecía dispuesto a abandonarla.
-Siempre
pasa lo mismo- dijo enojada. ¿Y si no atiendo? Total, me pueden dejar un mensaje.-
Empezó a contar: uno, dos, tres, cuatro...y no
aguantó. La aguda regularidad del timbre, la ponía tan nerviosa como la certeza
de que a la quinta vez, se disparaba el contestador. Al levantar el tubo, escuchó la voz de su madre que decía:
-Nina, te quería
avisar que murió Enrique Fesole. –
¡Qué costumbre la de su mamá en los últimos
tiempos! La ponía al tanto, con minuciosa prolijidad, de la muerte de personas
con las que había perdido contacto hacía casi una vida. Con la amigable
familiaridad que los ancianos hablan de la muerte, a la que primero miran desde
lejos, con recelo y a la que terminan cediendo un lado de la cama, agendaba en su memoria la lista de decesos y de paso la obligaba a tener al
día la suya.
-Ma, estaba
haciendo una pastafrola y repartiendo masa por todos lados. ¡Qué macana lo que
me estás contando! ¿Pensás ir al velorio?-
- Qué estás
diciendo, nena, si cuando se jubiló se fueron a vivir a Corrientes. Te lo dije
muchas veces.-
-Bueno
viejita, en ese caso te llamo cuando termine y me contás bien -.
Enrique
Fesole. Petiso y gordito. Siempre usaba bombachas beige tableadas, botas
criollas de color marrón, impecablemente
lustradas, camisa blanca almidonada y pañuelo al cuello. Era el administrador
de la estancia “Los Toldos “… sintió que
sus ojos se iban llenando de lágrimas a medida que se introducía en el recuerdo.
Otra puerta cerrada para siempre. Para siempre.
-¿Y qué?
Hace más de cuarenta años que no lo ves- se dijo en voz alta.
Y también
en voz alta se contestó:
-No
importa. Hasta hoy, si hubiese querido, hubiese podido. Pero a partir de ahora,
ya nunca más.-
¡Lo pasaba
tan bien en la estancia! El callejón de acceso al casco, franqueado a ambos
lados por viejísimos álamos, era interminable. Había que abrir más de diez
tranqueras para llegar. Le parecía una aventura
bajar y subir del auto a cada rato. Tenían escuela para los hijos de los
peones, con casa para el maestro. Y su propia carnicería, provista con hacienda
de la estancia, que despedía un tufo verdoso, insoportable en verano, porque
las heladeras de entonces no podían competir con el calor. Frotaban la carne con
vinagre, tratando de atenuar el olor.
A la esposa
le decían Titina. Siempre
angustiada porque al marido le
gustaba demasiado el vino tinto. Siempre servicial y con una bondad tan innata
que apenas se le notaba.
A Enrique
le apasionaba bailar tangos con cortes, más exagerados a medida que los vapores báquicos de la noche conquistaban
posiciones. Invitaba a cualquier mujer y
se ofendía si le decían que no. A la
mamá de Nina, en una ocasión, se le ocurrió decirle que lo que estaba tocando
la orquesta en ese momento era el Himno Nacional, y que los que estaban
bailando, estaban tan ebrios que no se daban cuenta.
Nina siguió
reviviendo en colores y olores meticulosos la historia de Enrique, tan
ciertamente muerto según su mamá y de repente tan lleno de vida en su
memoria, que no había necesitado tenerlo en cuenta hasta ese instante, el de su definitiva desaparición.
La
pastafrola reclamaba, con su aroma
maduro, que la saquen del horno.
Nina, con
un repasador a cuadros en la mano, la cabeza llena de recuerdos y el corazón
lleno de congoja, tuvo la revelación. Tal vez su madre empezó a contarle las muertes, no como costumbre morbosa
adquirida en la vejez, sino cuando comenzaron a suceder.
Y la lógica
de la cronología, le señaló con frialdad, que ella estaba primera en la lista,
después de su mamá. Heraldo generacional. Emisaria de cierres. Era la
depositaria de los recuerdos que seguían.
CRISTINA SALERA