Después de una
noche totalmente desvelada, me levanto cansada de dar vueltas en la cama.
Pongo a calentar
un café y como autómata recojo el diario del jardín. Leo los titulares, el horóscopo
y los obituarios; costumbre que me dejó mi padre .Según él era importante para mandar las condolencias
porque en el pueblo todos nos conocíamos.
Me pongo mis
mejores ropas ya que hoy es un día especial, después de estar más de quince
años en este departamento pequeño y alquilado, voy a escriturar mi primera casa.
Un taxi me espera, subo y saludo
cortésmente al chofer y reviso nuevamente mi cartera para asegurarme que ningún
documento falte.
La reunión
transcurrió como era de esperar y en menos de dos horas tenía en mis manos una
escritura que confirmaba que yo, STELLA MARIS ROJAS, titular del domicilio cito
en la calle… ya no pude leer más, mis ojos se cubrieron de lágrimas.
Salgo desbordada
de alegría directamente a la casa de Susana, mi amiga incondicional de toda la
vida. Me recibe y nos fundimos en un abrazo interminable, sus manos grandes
frotan mi espalda a modo de caricia materna mientras dice: “sabes amiga,
siempre supe que lo lograrías, todas esas horas de trabajo extra, privaciones y
tu constancia para ahorrar”, mientras me hablaba, como una película pasó por mi
cabeza, los últimos años de mi vida.
Susana ya tenía en
sus manos las llaves de su auto y como dos adolescentes, fuimos riendo y
hablando a la vez, camino a mi nuevo hogar.
Tengo que
reconocer que cuando me paré frente a la puerta, mis piernas se aflojaron y mi
cuerpo temblaba como una hoja sacudida por el viento.
Frente a mí, se
erguía un caserón antiguo con sus paredes descascaradas y ennegrecidas de humedad,
postigo de madera destartalado una parte del alero caído, un llamador de ángeles
de finas piedras celestes que brillaba con el sol, vidrios partidos y un yuyal
que solo dejaba un fino camino para pasar.
Mi felicidad me
hacía verla tal cuál mi mente pensaba arreglarla, radiante como un sol de
verano.
El primer
invierno fue difícil, con las primeras lluvias descubrí que caía más agua
adentro que afuera, urgía arreglarla, contrate un señor que tuvo que levantar y
cambiar todo y se llevó mis únicos ahorros.
Nada salía como
yo lo había planeado, mi estado de ánimo variable era insostenible, de la risa
al llanto, del silencio al grito, el descontrol se apoderó de mí. La depresión
me llevó a no comer, comencé a bajar de peso, mis ojeras negras y marcadas comenzaron
a llamar la atención de mis amigos y compañeros de trabajo.
No sé muy bien
en qué momento tuve la sensación de que no estaba sola, fue como si la casa
cobrara vida, percibí que alguien me observaba todo el tiempo.
Al principio
ignoré algunas situaciones, pensé que era cansancio. Las distracciones cada vez
más frecuentes, no querían ver la realidad.
La primera noche
que lo sentí, yo estaba cocinando y él pasó detrás de mí, me abrazó un perfume
varonil que me envolvía con una suave brisa, sentí un estremecimiento nunca
antes vivido, me paralicé y no pude siquiera pestañar, la habitación se congeló
como o más que yo.
Cada día, nuevas
situaciones se sumaban, los muebles y los adornos aparecían cambiados de lugar,
ruido de pasos, canillas que se abrían y dejaban correr el agua a borbotones
como un río de sangre, ropas del placard que aparecían sobre la cama, cortes de luz sin explicación y el llamador de
ángeles que sonaba curiosamente aunque no hubiera viento.
Ante semejante
situación, dudé si mi salud mental estaba en peligro. Se sumó que por las
noches escuchaba el fino tintinear de cristales chocando suavemente como en un
brindis.
Sin decir que
pasaba, traté de averiguar por el barrio la historia de la casa, si alguien había conocido a sus antiguos
moradores. Todo era silencio, como un pacto me miraban con recelo y miedo. Solo
después de muchos días, una anciana que pasó por la puerta me dijo por lo bajo:
“El señor que vivía aquí se suicidó ahogándose en la bañera, una tragedia”, y
sin más, desapareció de mi vista.
Así fueron
pasando los meses y yo acostumbrándome a vivir acompañada. Llegué a poner a la
hora de la cena dos platos en la mesa, y para mi asombro, mientras comía, la
silla frente a mí se corría como si alguien ocupara ese lugar.
Ya no sabía si
era mi imaginación o la realidad, ¿era un límite que nunca había cruzado?
Comencé a dejar
de salir salvo en situaciones inevitables.
Leía por las
noches mis libros en voz alta convencida de que él me escuchaba.
Llegué al punto
de no diferenciar la noche del día, lo único que me traía a un cierto
acercamiento con lo que había sido mi vida, era cumplir el rito de leer el
diario. Primero los titulares, después el horóscopo y por último los
obituarios.
Ah, me olvidaba de contarles, hace unos
meses en uno de ellos decía:
“A mi amiga
STELLA MARIS ROJAS, este es mi homenaje porque fue condescendiente conmigo y me
aceptó tal cuál soy. Dios la tenga en la gloria, nunca te olvidaré, tu amiga
Susana”.
LILIANA PARRA
MORANCHEL♥