jueves, 29 de mayo de 2014

PARA TI



Sabes que te espero entre realidades agotadas y sueños pasajeros.
Entre arco iris de vida, después de noches oscuras de tormenta.
Camino interminable y sin retorno. 
Locura disfrazada de cordura, que lo confunde todo.
Te fuiste lo se, pero también el sol se esconde y luego vuelve.
La primavera le da paso al verano y el río desemboca en el mar.
Quien predice el final nadie lo sabe ¿y si todo vuelve a comenzar?

¡Si todo vuelve a comenzar YO TE ESTARÉ ESPERANDO!

  Liliana Parra Moranchel 

miércoles, 28 de mayo de 2014

MIRO VIBRO Y SUEÑO

Miro hacia adelante y tropiezo con tus ojos negros. 
Miro tu piel que me envuelve, hasta lo más profundo.
Miro tus labios que se unen a los míos, como mieles.
Miro tus manos que acarician tiernamente mi cabello.

Vibro a tu compás, como alondras en cortejo.
Vibro cada ves que pronuncias mi nombre.
Vibro cada mañana a los despertares juntos.
Vibro cuando abrazados nuestras almas se funden.

Sueño más allá de lo soñado.
Sueño con la magia del encuentro. 
Sueño como una adolescente enamorada.
Sueño en el otoño de mi vida. 

MIRO VIBRO Y Sueño, por  nuestro amor eterno.

LILIANA PARRA MORANCHEL 


VERTIENTE

Mis pies pisaron ese arroyo,
mientras nuestros ojos,
se exploraban desde las profundidades.
Vertiente fría, que alimenta los sueños.
Sueños eternos compartidos, entre miradas cómplices.

Lenguaje mágico, de jóvenes y eternos amantes.
Pies cansados, que resisten el camino.
Manos arrugadas y torpes, que no olvidan el lenguaje, de la tierna caricia.
Abrazos llenos de perfumes, en  noches de luna llena.
La vida unió nuestras almas, con alas de ángeles divinos.

Seguros, de que la eternidad es el destino.

LILIANA PARRA MORANCHEL

LLAMADOR DE ANGELES

Después de una noche totalmente desvelada, me levanto cansada de dar vueltas en la cama.
Pongo a calentar un café y como autómata recojo el diario del jardín. Leo los titulares, el horóscopo y los obituarios; costumbre que me dejó mi padre .Según  él era importante para mandar las condolencias porque en el pueblo todos nos conocíamos.
Me pongo mis mejores ropas ya que hoy es un día especial, después de estar más de quince años en este departamento pequeño y alquilado, voy a escriturar mi primera casa. Un  taxi me espera, subo y saludo cortésmente al chofer y reviso nuevamente mi cartera para asegurarme que ningún documento falte.
La reunión transcurrió como era de esperar y en menos de dos horas tenía en mis manos una escritura que confirmaba que yo, STELLA MARIS ROJAS, titular del domicilio cito en la calle… ya no pude leer más, mis ojos se cubrieron de lágrimas.
Salgo desbordada de alegría directamente a la casa de Susana, mi amiga incondicional de toda la vida. Me recibe y nos fundimos en un abrazo interminable, sus manos grandes frotan mi espalda a modo de caricia materna mientras dice: “sabes amiga, siempre supe que lo lograrías, todas esas horas de trabajo extra, privaciones y tu constancia para ahorrar”, mientras me hablaba, como una película pasó por mi cabeza, los últimos años de mi vida.
Susana ya tenía en sus manos las llaves de su auto y como dos adolescentes, fuimos riendo y hablando a la vez, camino a mi nuevo hogar.
Tengo que reconocer que cuando me paré frente a la puerta, mis piernas se aflojaron y mi cuerpo temblaba como una hoja sacudida por el viento.
Frente a mí, se erguía un caserón antiguo con sus paredes descascaradas y ennegrecidas de humedad, postigo de madera destartalado una parte del alero caído, un llamador de ángeles de finas piedras celestes que brillaba con el sol, vidrios partidos y un yuyal que solo dejaba un fino camino para pasar.
Mi felicidad me hacía verla tal cuál mi mente pensaba arreglarla, radiante como un sol de verano.
El primer invierno fue difícil, con las primeras lluvias descubrí que caía más agua adentro que afuera, urgía arreglarla, contrate un señor que tuvo que levantar y cambiar todo y se llevó mis únicos ahorros.
Nada salía como yo lo había planeado, mi estado de ánimo variable era insostenible, de la risa al llanto, del silencio al grito, el descontrol se apoderó de mí. La depresión me llevó a no comer, comencé a bajar de peso, mis ojeras negras y marcadas comenzaron a llamar la atención de mis amigos y compañeros de trabajo.
No sé muy bien en qué momento tuve la sensación de que no estaba sola, fue como si la casa cobrara vida, percibí que alguien me observaba todo el tiempo.
Al principio ignoré algunas situaciones, pensé que era cansancio. Las distracciones cada vez más frecuentes, no querían ver la realidad.
La primera noche que lo sentí, yo estaba cocinando y él pasó detrás de mí, me abrazó un perfume varonil que me envolvía con una suave brisa, sentí un estremecimiento nunca antes vivido, me paralicé y no pude siquiera pestañar, la habitación se congeló como o más que yo.
Cada día, nuevas situaciones se sumaban, los muebles y los adornos aparecían cambiados de lugar, ruido de pasos, canillas que se abrían y dejaban correr el agua a borbotones como un río de sangre, ropas del placard que aparecían sobre la cama, cortes  de luz sin explicación y el llamador de ángeles que sonaba curiosamente aunque no hubiera viento.
Ante semejante situación, dudé si mi salud mental estaba en peligro. Se sumó que por las noches escuchaba el fino tintinear de cristales chocando suavemente como en un brindis.
Sin decir que pasaba, traté de averiguar por el barrio la historia de la casa, si  alguien había conocido a sus antiguos moradores. Todo era silencio, como un pacto me miraban con recelo y miedo. Solo después de muchos días, una anciana que pasó por la puerta me dijo por lo bajo: “El señor que vivía aquí se suicidó ahogándose en la bañera, una tragedia”, y sin más, desapareció de mi vista.
Así fueron pasando los meses y yo acostumbrándome a vivir acompañada. Llegué a poner a la hora de la cena dos platos en la mesa, y para mi asombro, mientras comía, la silla frente a mí se corría como si alguien ocupara ese lugar.
Ya no sabía si era mi imaginación o la realidad, ¿era un límite que nunca había cruzado?
Comencé a dejar de salir salvo en situaciones inevitables.
Leía por las noches mis libros en voz alta convencida de que él me escuchaba.
Llegué al punto de no diferenciar la noche del día, lo único que me traía a un cierto acercamiento con lo que había sido mi vida, era cumplir el rito de leer el diario. Primero los titulares, después el horóscopo y por último los obituarios.
   Ah, me olvidaba de contarles, hace unos meses en uno de ellos decía:
“A mi amiga STELLA MARIS ROJAS, este es mi homenaje porque fue condescendiente conmigo y me aceptó tal cuál soy. Dios la tenga en la gloria, nunca te olvidaré, tu amiga Susana”.



                                                                                          LILIANA PARRA MORANCHEL♥

ROSITA

Abro los ojos y todo está oscuro a mi alrededor. Intento desperezarme y me doy cuenta que no puedo mover el brazo izquierdo. Paulatinamente me acostumbro a la escasa luz que entra por una hendija y empiezo a ver algunos objetos que están a mi lado: dos carteras de cuero desgastadas, una campera abrigada que hace años no veía, un juego de almohadones, y una bolsa llena de fotocopias que aprisionan mi miembro superior, acalambrándolo y sin permitir que lo mueva a voluntad. Alcanzo a leer en la bolsa que contiene apuntes, una leyenda que reza “Estadística- 2003”(sí, tengo mas de 25 años y en este cuarto de siglo aprendí a leer, aunque ella no lo sepa).
No entiendo mucho que sucede, ni donde estoy. Intento hacer memoria y recuerdo que hasta anoche estaba en el lugar donde vivo desde hace seis años, en mi lugar favorito de la casa: en la biblioteca. Pero ahora no veo a Sábato, ni a Cortázar, ni a Allende, ¿será que llegó mi hora? Quizás aquella rana de felpa tenía razón el día que se despidió de mi: “Tarde o temprano se va a deshacer de vos también, ya no es una niña, es una adulta, y los adultos no juegan con osos de peluches”, me dijo.

De repente, mientras una lágrima se caía de mis ojos de plástico y la nostalgia de la llegada de la despedida invadía mi corazón de goma espuma, el piso comenzó a moverse. Los almohadones y la campera también se movían, rotando por encima de mi cuerpo. Incluso los apuntes de Estadística cambiaron de posición, liberando a mi brazo izquierdo, el cual se sintió aliviado.
“Tirala sin tanto cuidado, que no hay nada que se rompa adentro”. Era su voz. La reconocí al instante y me angustié súbitamente. No podía creer que sin preámbulos, sin una charla de despedida, ni una lágrima derramada, pudiera deshacerse así como así de mí, después de tantos años.
Mi vida junto a ella se me pasó velozmente como una película por mi cabeza. El día que la ví por primera vez noté con ternura que tenía que ponerse en puntitas de pie para verme, exhibida como estaba, detrás del mostrador. Muchos no creen en el amor a primera vista, pero yo sí. Apenas la ví,  apenas me vió supimos que teníamos un largo camino por recorrer juntas. Pocas veces se lo pude decir con palabras, los osos de felpa sabemos que no corresponde a los buenos usos y costumbres hablarle a las personas. Y mucho menos cuando son adultos. Existen numerosos tomos en la biblioteca de los juguetes en los que se comprueba científicamente que cada vez que un adulto confiesa que ha conversado con alguno de nosotros, autoridades oficiales se encargan de separarlo del resto de los adultos, acallándolo con pastillas de colores. Diferente es el caso de los niños, con ellos sí se puede hablar y tener largas conversaciones, nos cuentan sus alegrías, sus hazañas y muchas veces lloramos juntos a escondidas. Pero llega un día, mas tarde o mas temprano, en el cual dejan de hablarnos, simplemente nos miran y cuando les hablamos ya ni reconocen nuestras voces y miran sorprendidos buscando de dónde vienen esas palabras. Ese día, ese triste día, se convierten en adultos. Y aprenden que no está bien visto seguir durmiendo con nosotros, ni llorar abrazados a nuestro cuerpo de peluche, ni llevarnos a las reuniones sociales. Pocos adultos siguen haciéndolo, pero son los que finalmente terminan encerrados, con cócteles de pastillas de diferentes formas y colores.
Por eso nosotros los peluches, cuando llega ese día en el cual nuestros fieles amigos dejan de tratarnos como pares, entendemos que la sociedad ha logrado quebrantar su ingenuidad y la magia de su niñez. Y que ya están preparados para ser seres socialmente productivos, trabajar nueve horas diarias, mirar el noticiero, esconder sus emociones y no hablar más con ositos de felpa.  Ese día, sabemos que debemos dejar de hablarles y resignarnos a ser olvidados en un baúl, llenos de polvo y suciedad. En el mejor de los casos somos regalados a otros niños, con quienes podemos volver a jugar y a conversar, pero nunca es lo mismo, todos sabemos que el primer amor nunca se olvida.
-¿A dónde vamos?- Dice de repente un almohadón interrumpiendo mis pensamientos.
-No lo sé, pero por el movimiento creo que estamos viajando sobre cuatro ruedas, me recuerda a cuando llegue a la ciudad- Responde una de las carteras desgastadas por el uso.
-Debe ser el camión de la basura. Estadísticamente el 78,9% de las fotocopias terminamos en él. Es el fin- Agregó, fatalista como siempre, la bolsa de apuntes del año 2003.

Yo por mi parte no podía creer que esta fuera la despedida. Las voces de mis compañeros de caja se entremezclaban en comentarios progresivamente más pesimistas, hasta que logré la abstracción mental suficiente para poder dejar de escucharlos. Creo que en algún momento, incluso logré dormirme.
-Fin del recorrido, llegamos.- Me despertó la voz de un hombre desconocido.
-Gracias, yo me ocupo del resto.- Contestó ella, que ya no tenía que ponerse en puntas de pie para alcanzar las cajas y bajarlas del camión.
Ni bien desapareció la voz del conductor, comencé a notar como los rayos de luz empezaron a enceguecer mis ojos.
-Bienvenida a nuestro nuevo hogar Rosita- Me dice. - Si estás de acuerdo continuarás viviendo en la biblioteca. No me preguntes cómo, pero sé que siempre fue tu lugar favorito de la casa. ¿No es verdad?
No le contesté, después de todo no quería que la internaran.

DANIELA DELGADO

UN HOMBRE EN EL CROPISCULO

Hacía mucho tiempo que no se acercaba a un cropísculo, tanto que al principio no recordó bien qué era y dudó algunos minutos entre aproximarse a él o continuar con su camino. No suele haber cropísculos en los manicomios, por razones obvias dicen…

Por lo tanto hacía dos mil cuatrocientos cincuenta y dos días que no veía uno. Sí, llevaba seis años, ocho meses y veinte días en el manicomio. Los tenía contados. Hay pocas cosas que hacer allí adentro, quizá por eso la costumbre de contar los días, como los presos. Recuerda lo que le dijo  una tarde Fabían, entre amargo y amargo: “¿Sabés lo que pasa flaco?, los de afuera necesitan quedarse tranquilos que son diferentes a nosotros, que los locos estamos adentro, bien delimitados por el muro que nos separa. Así se protegen de pensar que algo de esto puede pasarle a ellos, creyendo que la línea divisoria entre la locura y la “normalidad” es tan alta y rígida como el paredón del hospicio”.

               “¿Un cropísculo acá adentro?, ¡qué extraño!” Se preguntó Luis. “¿Quién se lo habrá olvidado?”. Miró a su alrededor y no había nadie en el largo pasillo del pabellón. Temeroso y vacilante se acercó entonces y miró a través de él. Al principió la imagen con la que se encontró le pareció difusa.  Una pared mal revocada y con la pintura gastada y sucia por el paso de los años, fue lo primero que observó. En ella había escritas fechas, nombres, frases, las cuales estaban superpuestas y se le volvían inteligibles. La suciedad, los hongos y el paso del tiempo hacían imposible la lectura de las mismas. Pensó en seguir con su camino, después de todo al parecer no había nada interesante que ver a través del cropísculo.
Estaba a punto de marcharse, desilusionado, cuando de repente, detrás del cropísculo lo vio. Sentado en un banco del hospicio, cebándose un amargo, se hallaba un viejo con un sobretodo marrón. Los pocos pelos canosos que le quedaban se dejaban mover suavemente por el viento de aquel agosto cruel. “¿Será un paciente nuevo?” Se preguntó Luis. “¡Qué raro, nunca lo vi por acá!”, pensó y se acercó un poco más al cropísculo para ver si llegaba a distinguir quién era.
               El viejo, mientras tanto, se cebó otro mate. Si se lo miraba con detenimiento se podía observar sus ojos cansados, su piel arrugada y su mirada triste. Su ropa, tan gastada como su piel, dejaba entrever el daño que había ocasionado el paso de los años en ella.
El viejo suavemente sacó un cigarrillo del bolsillo de su sobretodo, lo encendió, y entre pitada y pitada se cebó otro amargo. Luis, mientras tanto, continuó mirándolo a través del cropísculo y mientras más fijamente lo observaba, más patente se le volvía la sensación de cierta familiaridad con aquel anciano. “De algún lugar conozco esos ojos verdes, los he visto antes.” Pensó Luis. “No acá adentro, pero los he visto antes”. Tomó coraje entonces y se animó a hablarle al hombre que se encontraba detrás del cropísculo.
               -“Ey señor. Sí, aquí, detrás del cropísculo, ¿me ve?. Disculpe la interrupción, pero creo que nos hemos conocido antes, ¿lleva mucho tiempo acá adentro?”,le preguntó Luis al viejo.
               -“Dos mil cuatrocientos cincuenta y dos días pibe. Exactamente dos mil cuatrocientos cincuenta y dos días. ¿Te preguntarás por qué tanta precisión? Es que hay tan pocas cosas que hacer acá adentro…
               Luis lo miró desconcertado. Intentó esbozar una palabra, pero no pudo. Antes que eso suceda lo sorprendió Estela, la enfermera nueva del pabellón.
               -“´¿Qué haces con mi cropísculo, Luis?, ¿Dónde lo encontraste? Llevo horas buscándolo, necesito retocarme el maquillaje que tengo una cita a la salida del hospital”.


Daniela Delgado

ESCUALOS

Navegar en aguas profundas
tan profundas como la soledad.
Esa soledad de abuelas sin nietos,
esos nietos que no conocieron sus propios mares
mares que a veces devuelven historias
tremendas historias asediadas por escualos.
Escualos que desgarraron vidas.
En esos mares oscuros las abuelas bucean
y siguen tendiendo redes,
porque saben que un día
los escualos dejarán los inmensos mares
para poblar los acuarios de la justicia.
Las redes cubrirán las heridas abiertas
por los antiguos pobladores.
Esos, los más miserables.


Adriana Bargallo

Mayo 2014

SILVIA

Conocí a Silvia cuando me mudé al barrio. Teníamos en aquel entonces seis años. Estrenábamos casa, escuela y barrio. Tal vez ser “las nuevas” nos unió en la vida.

            -¡Entrá nena! ¡entrá, te dije!
            - Un ratito más mamá. ¿Sí?
            -¡Entrá ya!, que después la que corre con médicos, las nebulizaciones y tu maldito asma soy yo.

            Pobre Silvia, nunca podía terminar un juego. Porque la infancia de Silvia fue eso: juegos inconclusos o entrecortados en las calles de tierra del barrio. Escondites abandonados en plena cuenta iniciada. La caza relegada de mariposas. Charlas importantísimas interrumpidas. Inacabadas tentativas de trepar a los árboles de aquel campito. Nada, pero nada, que tuviera que ver con lo lúdico podía llegar al final. Ahí estaba la voz de su madre, en cualquier lugar, en cualquier momento.
            Cuando fuimos más grandes Silvia me contó que creció así. Si bien su asma, técnicamente no le prohibía nada, fue la voz de su madre, más que su presencia, la que la limitó, la que le quitó muchas oportunidades. Silvia solía decir: “la que me ahoga es mamá, no mi asma heredada”. A veces podíamos reírnos y cierto aire fresco parecía entrar en la vida de Silvia.
            Aunque era chica, yo me daba cuenta de algunas cosas, sin poder, en ese momento ponerle palabras a lo que sucedía en la vida de Silvia. Juntas, en nuestras charlas de adolescentes, pensábamos que, tal vez, ser hija única y de padres más grandes de lo que la naturaleza manda, hizo que ellos la trataran de esa manera. En verdad los padres no, su madre. Su padre había muerto cuando ella era pequeña y lo único que supo fue que de él había heredado el asma.
            Los años implacables, fueron pasando y nuestra amistad creció, se afianzó, se fortaleció.
            La mamá se Silvia murió y entonces decidió vender aquella casa y comprarse un departamento en otro barrio. También empezó a hacer terapia. Decía que ella sola no podía con toda su historia. Yo la animaba a seguir, cuando parecía querer tirar todo.
            Hubo épocas en que no nos veíamos seguido, pero no había día en que no habláramos por teléfono. Nunca entendí por qué Silvia me pedía que antes de llamar a su casa, le enviara un mensaje de texto. Lo tomé como una manía más, como cualquiera de esas que todos nos apropiamos cuando los años hacen su camino
            Nuestras charlas eran a veces distendidas, amenas y en otras, no podía sacar de Silvia más que una o dos afirmaciones.
            Fue un martes cuando nos encontramos en un café.
Silvia me dijo que tenía que hablar conmigo, que no estaba bien, que había algo que la estaba preocupando y mucho, que ya lo había hablado con su psicólogo.
 Llegué yo primero. Ya estaba acostumbrada a la impuntualidad de Silvia. No sé por qué, pero su tardanza ese día empezó a preocuparme. Le mandé un mensaje a su celular. La llamé. Nada.
            Pagué el café, pero antes, chequeé tener las llaves del departamento de Silvia en mi cartera. Hacía poco tiempo me había pedido que tuviera una copia, por cualquier cosa.
            Tenía la llave.
            Subí al quinto piso. Se escuchaba sonar incesantemente el teléfono. Eso me puso más nerviosa. Toqué timbre. El silencio de Silvia me estremeció profundamente.
Entré y la imagen me causó terror: estaba tirada en el piso con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. Todo su departamento olía a menta. Tenía en su mano derecha una vieja foto familiar.
El teléfono seguía sonando y estaba a punto de enloquecerme. En medio de esa dolorosa escena, no sé por qué, pero se me ocurrió atender.
Grité un ¡hola! que retumbó en la casa y en mi cabeza.
Del otro lado, sólo se escuchaba una respiración entrecortada, ahogada, jadeante.


Adriana Bargallo

Abril 2014

jueves, 22 de mayo de 2014

Y QUE NO SE TE OCURRA VOLVER

Eran las dieciséis cincuenta y tres cuando sonó el teléfono de la oficina. Un escalofrío premonitorio me erizó la piel de la nuca, impidiéndome por unos instantescualquier posibilidad de reacción. Cuando al fin logré atender, la voz de socarrona negligencia, a la que se aferraba Hernán cada vez que se sentía en falta, me saludó con el hola más deslucido que le escuché jamás. Sin permitirme contestarle, me dijo que había sacado sus cosas del departamento y que ésta, era la última vez que hablábamos. Que lo nuestro ya no tenía sentido, que el aburrimiento y la rutina se habían hecho cargo de nuestras vidas y que él necesitaba un cambio, retos nuevos y que yo, evidentemente, no encajaba en el esquema. Así nomás. Y cortó.
Cuando estaba poniendo la llave en la puerta, todavía tenía la esperanza de haber sido objeto de una broma de mal gusto, de la que reiríamos juntos cuando se me pasara el enojo y la angustia. Pero sólo el viejo sillón que nunca resolvimos reemplazar y el ladrido del labrador, que retumbaba en el cuarto casi desnudo, me recibieron.
Se había llevado mucho más que la mitad de las cosas que compramos juntos. Únicamente las fotos quedaron todas… y el perro; las fotos, porque formaban parte del pasado que quería desterrar y el perro, aún no decidí si fue por generosidad o por desidia.
Me recosté en el lugar que habitualmente ocupaba él. Quería, al menos, saber si su olor se había quedado conmigo. Y me quedé allí durante un montón de tiempo. Días, semanas…no lo sé. Y por fin abrí las ventanas.
Recién entonces pude pensar Hernán, y enojarme mucho con vos, desgraciado. Dieciséis años y decidiste que  una  despedida por teléfono era suficiente. Ya sé que fue de ese modo porque en el fondo sos un cobarde. Los molinos de viento siempre fueron cosa mía. Ahora me doy cuenta de que hasta Sancho te quedaba grande.(Mentira, amor).
Creo que nos conocemos desde siempre. Desde el colegio secundario. Te sabía vulnerable y quería que sintieras que te apoyaba en tu difícil camino diferente. Te defendía cuando los otros te tomaban el pelo. Por eso, siempre venías a verme cuando algo te ocurría. Como esa noche. Llegaste hecho una piltrafa,  borracho, destruido porque tu último amor te había dejado. Estuve horas intentando consolarte. Puse música para alegrarte y al rato te paraste y te pusiste a bailar. Me arrastraste a tu lado y broma va, broma viene, terminamos en mi cama. A partir de ese instante, te me instalaste debajo de la piel. Debería haberme asombrado, pero no. No se me ocurrió. Es que vos Hernán, para mí, fuiste mucho más que un amor; fuiste el concepto del amor. En vos encontré ese algo que, sin saber qué era, siempre había anhelado y que hacía insustancial  que fueras Medusa o Minotauro, hombre o mujer. Eras la maravilla del amor.
Por eso me dolió tanto, cretino, que no fueras capaz de salir de tus miedos para obsequiarme un adiós a mi medida.
Nunca dije nada de las tonterías que hacías cuando íbamos de vacaciones. En los hoteles, siempre habitación single. En casa de tus padres, que hacían un esfuerzo inmenso por sonreírnos y se creían liberales por eso, ni una miga de la comisura de la boca podía sacarte, porque te ponías tenso y me mirabas con desesperación cada vez que me acercaba. Te relajabas puertas cerradas. Intra muros eras vos. Vos y tu irónico sentido del humor. Vos y tu risa contagiosa. Vos y tu ternura. Vos y tus deseos de absorber cada instante de la vida. Vos gritando que me amabas para siempre.
 En cambio a mí lo que me hacía daño era no compartir con el mundo nuestra historia. El ocultamiento me agotaba y me sorprendía y  te resultaba raro que  yo no temiese el dedo acusador de muchos. Yo, que hasta llegar a vos, navegué en el barco correcto.
Eso sí, tuve que entender que no sabías qué te pasó con el vecino del 15 A. Que fue un momento, que se habían conocido paseando a los perros, que siguieron charlando y que viste cómo son esas cosas. No Hernán, no vi nada. Tuve que aprender. Y encima te ofendías cuando yo explotaba porque el dolor de tu traición se me hacía insoportable y dudaba entre seguir intentando construir a partir de lo que había quedado, o mandarte a la mierda. Y eso también pasó y me alegré de haberme quedado.
 Te dabas el lujo de ponerte como loco cuando alguien me miraba, o era un poco más simpático de lo que considerabas necesario. Pero tampoco eso me importaba, porque me amabas y mi vida estaba completa porque vos estabas a mi lado. Y compartíamos un montón de libros, un montón de música y un montón de horas placenteras en el teatro o en el cine.
Y de pronto, supongo que no tan de pronto, porque las despedidas se van elaborando de a poco -sólo que no tuve en cuenta que debía prestar atención- el adiós brutal.  Me trataste como a una cartilla de racionamiento, usando los cupones uno a uno, hasta que se agotaron. Y me desechaste de cualquier modo, tirando a la basura también mi percepción de  mí y la buena fe. Y a eso no lo olvidaré. Así que si alguna vez cambiás de idea y de repente te das cuenta de todo lo que perdiste, no se te ocurra volver.


                                                                                                                                Cristina Salera

miércoles, 14 de mayo de 2014

PONETE LAS PILAS, CARLITOS

Las luces de las calles del pueblo comenzaron a encenderse, dibujando en sucesión la sombra de los árboles, que acariciaban las paredes de las casas chatas. Recién acababa  de pasar el camión regador, aplacando el polvo  que se colaba  por las rendijas de puertas y ventanas  y teñía en sepia  a los muebles, para hacerlos más parecidos a sus moradores.
En dos sillas bajas de paja, colocadas a ambos lados de la puerta, una mujer canosa y su hijo contemplaban el atardecer.
-Anoche te escuché gritar -dijo la mujer -llorabas cuando te desperté. Te está pasando mucho últimamente.
-No me acuerdo de nada-dijo el hombre- y después de pensarlo un rato, agregó-me estoy despertando cansado y con la cabeza  pesada-
-Nunca hablaste del tiempo en las Islas-
-¿Para qué revolver el pasado, mamá? ¿Por qué ahora? Eso ya es historia antigua y a nadie le importa-
-A mí me importa. Ya no eras el mismo cuando volviste. A partir de ahí no supe como tratarte-
-Lo importante fue que estuvieras, vieja. Y estuviste-
-Me sentí tan inútil. No podía alcanzarte. Habías levantado una pared a tu alrededor-
-¿No podemos hablar de otra cosa? ¿Por qué esa necesidad de meter el dedo en la llaga?-
-Porque no te veo bien. Por eso. En la tele los sicólogos dicen que cuando se comparten las tristezas, se vuelven más llevaderas-
-Qué querés compartir conmigo si no tenés la menor idea de lo que fue aquello. Mierda, vieja. Pura mierda y desesperación. Mierda y un viento perpetuo. Mierda y frío. Mierda y hambre. Mierda y miedo .-¿Estás contenta?-
Ella se levantó de la silla y se acercó a su hijo. Con gesto cansado, comenzó a acariciarle la cabeza mientras tarareaba muy bajito una vieja canción de cuna.
En ese intervalo, un hombre con apenas más de cuarenta años, pasó arrastrando los pies por el medio de la calle. La ropa que llevaba, era de excelente  calidad; todavía resaltaba  entre la mugre y los remiendos. Sus ojos tristes  miraban con dolor desde  la maraña  de  cabellos y barba. Murmuraba siempre la misma frase: “cave ne cadas”.
-Hace como un mes que apareció por el pueblo. Es más joven que vos, me parece.-dijo la madre-Una vez le pregunté qué significaba. –Es latín- me contestó- Y significa “cuida de no caer”. Era una advertencia que un esclavo daba al triunfador romano para evitar que se envaneciera demasiado.-

La mujer se acercó a la silla y con dificultad, volvió a sentarse.-Para mí tampoco fue fácil aquél tiempo-dijo-Todas las mañana me despertaba llorando. ¡Te habías ido tan lejos! Apenas me acordaba  de dónde estaban las islas en el mapa.
-Cuando me llamaron, me sentí  lleno de orgullo. ¡Me iba a hacer patria! Todos nosotros, durante la instrucción, estábamos convencidos de que en poco tiempo echaríamos a los ingleses-
-¡Las peleas que tuve con tu papá en esa época! Yo quería usar los pesitos que teníamos para que te fueras. Bolivia, Paraguay, no me importaba dónde. Sólo necesitaba  saberte vivo en algún lado-
-No te culpés por eso. Jamás me hubiera ido. ¿ Escaparme  yo? Si no veía las horas de estar allí y hacer la diferencia. Si hubiera sabido….
-De aquí se llevaron a tres. ¿Te diste cuenta  que todos de la misma calle? Una mañana pasó el cartero y al ratito escuché un grito desgarrador. Salí corriendo a ver qué pasaba y la veo a la Elsa llorando sentada en la vereda, con el telegrama en el que le avisaban que su hijo había muerto,  hecho un bollo en la mano derecha.-
-No me enteré de la muerte del Marcos hasta que estuve de vuelta. Nos mandaron a lugares diferentes. Yo estaba con gente que no conocía. Pero allá, después, nos hicimos amigos. No había nadie más. Nada más. Sólo el sonido eterno del viento frío en ese páramo marrón.-
-Después de lo de la Elsa, cada vez que veía al cartero apuntar para este lado de la calle, mi corazón dejaba de marchar y empezaba a latir de  nuevo cuando él seguía de largo. ¡Pobre Lulo! Llegué a odiarlo y eso que fuimos compañeros toda la escuela.-
-Nunca había salido del Chaco y no sabía que se pudiera sentir tanto frío. Y nunca había visto morir a nadie. Tuve que abrazar a unos cuantos. Fue lo único que pude hacer. Quedarme  hasta que todo termine. Y los ruidos de las armas y los fogonazos que retumbaban más fuertes en nuestros estómagos  siempre vacíos. Todos llorábamos a veces…Si éramos unas criaturas-
-No sabés  qué alegría cuando te vi llegar esa tarde. Flaquito y asustado, pero entero. Eso quise creer  durante mucho tiempo.-
-Yo también viejita. Te juro que aún lo sigo intentando. Cada mañana me miro al espejo cuando me afeito y le digo a la imagen: Ponete las pilas, Carlitos, que sos de los suertudos que volvieron.  No sé, hago el esfuerzo, pero hay algo…como que se me murió allá.-
La mujer da vuelta la cabeza para que él no vea en su cara la compasión infinita por esa vida truncada y le dice simplemente: -ya es tarde hijito. Me voy para la cocina a hacer la cena y vos entrás las sillas. ¿dale?

                                                                                                       CRISTINA SALERA

TIEMPOS MODERNOS


“…los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos…”
Eduardo Galeano

               Son las seis de la mañana de un día como todos. Dos destinos esperan el agua caliente: el cuartito del fondo y la taza plástica del matecocido.
Toma la mochila, se pone el gorrito y la campera de tres tiras. Antes de salir les da un rápido zarandeo a los más pequeños para que se vayan haciendo a la idea de ir a la escuela. Él ya la descartó hace un tiempito. La televisión queda encendida en un canal cualquiera.
            El recorrido es por calles de tierra, apenas iluminadas por algunos foquitos colgados de postes mal encuadrados. Llega al desencuentro con los otros…un número más entre los tantos impares de siempre.
            Sonrisas y malabares entregados en una esquina y las esperanzas que quedan en suspenso por horas, días y meses. Ellas aparecen, aumentan, se reproducen y mueren de un modo demasiado furioso para su gusto.
            La vida se pelea con las calles de barro y la esquina de las monedas. La música de fondo es la voz amenazante del consumo que repite, bombardea, obsesiona  y ataca por las dos sienes.
            Estamos jodidos, en esa pelea le levantan la mano a los mismos de siempre.

Adriana Bargallo

            

PRECAUCIONES

El título era algo extraño: Diccionario de creencias y supersticiones. Lo había encontrado casi por casualidad en Parque Rivadavia. Ese aburrido domingo de un fin de semana chato, decidió tomar un poco de aire en el parque. Lo necesitaba. En su casa se sentía un algo ahogado.
El libro estaba ahí, en uno de los tantos puestos. Viejo, amarillento y mínimamente desencajado, como si necesitara que alguien lo cuidara y acomodara un poco. Su vista se fijó, así, casi sin quererlo en ese libraco de tapas negras y grabados grises. Se acercó más porque esos dibujos le resultaban familiares. Su primera impresión no le había fallado: eran de José Guadalupe Posadas, esos de la Señora Muerte que había visto en varios lugares durante  su viaje por México. Por un lapso, que no pudo precisar con exactitud, se remontó a  la casa en Coyoacán de Diego y Frida, al museo de antropología y a la escultura de Tlaloc –dios azteca de la lluvia- y a su conmovedora visita a Teotihuacán y sus pirámides del Sol y de la Luna.
Sacudió levemente la cabeza, como queriendo salir rápidamente de ese decenal recuerdo, saludó al chico que atendía el puesto y le pidió permiso para examinar el libro con más detenimiento. Lo trató con mucha precaución porque temía que algunas de sus hojas sueltas pudieran caerse. De hecho, sin que él se percatara, la número treinta y nueve, que llevaba con mayúsculas: ANUNCIOS, cayó. Fue el muchacho del puesto quien lo puso sobre aviso: “señor, tenga cuidado”.
Decidió comprarlo y simultáneamente se preguntaba qué estaba haciendo. A él nunca le interesaron estos temas, era un tipo demasiado racional. Lo cierto es que ahora el libro ya estaba en sus manos. Era suyo. Iba a sentarse en algún lugar del Parque, pero todos los que le parecían cómodos estaban ocupados. Decidió volver a su casa. Caminó unas  cuadras hasta la avenida. Se subió al colectivo que lo llevaría de regreso. Se sentó del lado de la ventanilla y miró con muchísimo más detalle la tapa, casi como si tuviera una lupa en la mano. Observó detenidamente cada uno de los pequeños dibujos entrelazados que la tapizaban. Tuvo que volver a acomodar la página treinta y nueve que intentaba salirse.
No supo si fue porque el sol le daba en la cara o porque había estado fijando mucho la vista en los dibujos, pero lo cierto es que le dio sueño. Los ojos se le empezaron a cerrar, entonces dejó el libro sobre sus piernas y se dejó atrapar por esa modorra. No puedo relajarse ni un instante porque una mosca veraniega daba vueltas y vueltas por su cara. La espantó una, dos, tres veces.
Llegó a su casa cansado. Bebió agua bien fresca. Ahora podría recostarse en su cama y dormir una siesta reparadora. El libro quedó sobre la mesa de luz para cuando despertara.
Extraño, como todos los sueños, se encontró a los pies de una gran cascada con agua increíblemente transparente. Allí no estaba solo. Lo rodeaban infinidad de sapos… y se puso a contarlos. Estaba cayendo en una desesperada confusión porque los batracios no se dejaban atrapar en su contabilidad. Cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho.
Un ruido tremendo lo despertó. No pudo identificarlo con nada conocido.
Se levantó y encaró el pasillo. Ahí estaba hecho añicos “Sueño de una tarde de domingo en la alameda”, el cuadro de Rivera que hacía diez años permanecía colgado en esa pared. Un desastre: vidrios por todos lados, revoque caído.
Maldiciendo, fue hasta el lavadero a buscar escoba, pala y papeles de diario.
También se había despertado Falucho que lo siguió hasta el lugar del desastre. Se puso a barrer y Falucho, como buen felino domesticado, intentaba jugar con los restos de vidrios que sonaban bajo la escoba. Se escurría entre sus piernas, la escoba y los restos de vidrios. Quiso espantarlo para que lo dejara limpiar tranquilo. Pero de pronto hubo una madeja de piernas, patas y escoba.
Una mano que quiere apoyarse en el palo y no puede, un pie que no encuentra lugar plano y un vidrio grande que había dejado para el final.
Lo encontraron al día siguiente.
A su lado estaba la página treinta y nueve del libro que nunca abrió.
ANUNCIOS, son anuncios de mala suerte que  te ronde una mosca, soñar con aguas cristalinas y con el número cuarenta y ocho, que se caiga un cuadro sin que sople viento, que se cruce un gato negro, que…”
Lo había tenido en sus manos. Tal vez hubiera podido tomar algunas precauciones.



Adriana Bargalló. Abril de 2014

Hojas

Las hojas tienen líneas de vientre, de útero. Algunas veces se cansan de estas formas y entonces extienden sus dedos y sacan las uñas, como las que pueblan los robles o los arces, o se afinan como espadas filosas para pelearle al frío y resistir tal como lo hicieron los pueblos originarios de la Patagonia. Buscan aferrarse a su padre con todas sus fuerzas, porque saben que habrá un tiempo en que deben partir y dejarlo. Será cuando Perséfone deba regresar con Hades al mundo infernal. Ellas acompañarán a Démeter en su dolor de madre que pierde a una hija. La conocen desde siempre y saben percibir su tristeza. El verde de sus cuerpos se irá despidiendo del azul y surgirán  miles de dorados posibles. Amarillentarán sus almas para comenzar una doble despedida. Se solidarizarán con esa madre y caerán, se arrojarán sobre ella para arroparla, creando un suave y cálido manto rubio. Ambas saben que habrá que esperar un tiempo que les parecerá eterno, pero que el ciclo volverá. Volverá la redondez del vientre.
El azul y el amarillo se enamorarán nuevamente y se unirán cuando Hades vuelva a dejar libre a Perséfone. Ella emprenderá el camino de regreso a la tierra. Las hojas comenzarán a nacer, a mecerse y a bailar para organizar con entusiasmo la fiesta del reencuentro: ellas con su padre y la primavera con la madre tierra. Y entonces ¡sí!, Irradiarán su verdor recién estrenado y brillarán con el verde más verde que jamás hayamos imaginado.

Adriana Bargallo

Abril 2014

PLAYA ESPERANZA

Hacia ese montón de pedacitos de luna bañados de sal se dirigieron las dos. Hacia ese horizonte de otros mundos posibles, aunque ninguna de ellas lo supieran.

            Una dejó todo en orden: su casa, sus papeles, sus cuentas, sus seguros, sus libros y las precisas instrucciones de lo que había que hacer en el tiempo en que no estuviera. Era organizada y metódica. No le gustaba que nada quedara fuera de control, de su control. Por eso, esa madrugada antes de partir, repasó una y mil veces todo. En su valija llevaría lo imprescindible. Así evitaría tener que dejar que su equipaje viajara en la bodega del avión. Quería su pequeña valija cerca, bien cerca, como para poder abrazarla durante el corto tiempo que iba a durar el viaje. Puso correctamente ordenadas, una muda de ropa, el libro y la foto. Nada más
            La otra había comenzado con los preparativos hacía unos cuantos días. Estas cosas suelen suceder cuando llega el momento en que se siente que diciembre se desvanece. Ponía y sacaba ropa según lo que vaticinara el servicio meteorológico. Eligió un solo libro y muchos CD. Una imagen mental la atravesaba: balanzas en las que se ponen y sacan  cosas de los platillos, materiales y de las otras. Mientras tanto tiraba dentro del bolso remeras, vestidos, mallas y restos de protectores solares viejos. Para que su cabeza bajara un poco aquel nivel de excitación y confusión de platillos, hizo una lista mental. Un mes era mucho tiempo, el primero en su vida. Vencimiento de cuotas y de servicios; suficiente alimento para sus mascotas; indicaciones y precauciones para quien las cuidara; algunas trabas nuevas para las ventanas de su departamento; electrodomésticos desenchufados y termotanque apagado. También pensaba en el sonido de los caracoles encerrados, en la brisa fresca, en el movimiento de las lágrimas que se acercan y se alejan, se alejan y se acercan; en el viento sabroso que acelera el apetito y en los trescientos sesenta soles nuevos.
            Ninguna olvidó su teléfono celular.
            Llegaron el mismo día. Una más temprano que la otra y cada una buscó un hotel frente a aquel desierto húmedo.
            ¿Cómo se hace?
Descansaron un rato mirando hacia la ventana para encontrar cada una su respuesta.
            A la tarde pusieron sus pies sobre esa alfombra dorada tibia y calma. Ella les dio la confianza necesaria para avanzar.
            Una llevó solamente aferrados en sus manos, el libro y la foto. Caminó lento, pero decidida hacia el horizonte, hacia ese lugar donde el sol se despide de algunos.
            La otra iba liviana, despeinada y con tantas fantasías que parecían no encajar en su cuerpo. Con pasos rápidos tomó el camino hacia la izquierda, el que lleva al sur, hacia abajo. Porque allí, abajo y a la izquierda, dicen los zapatistas, está el corazón.
            Paradas ahí, en Playa Esperanza, y antes de empezar a recorrer cada una su camino, enviaron a alguien un breve y hondo mensaje de texto. Estos, como palomas, fueron recibidos en distintas manos y dos rostros que se desencajaron antagónicos.

Marzo 2014

Adriana Bargalló