El título era algo
extraño: Diccionario de creencias y
supersticiones. Lo había encontrado casi por casualidad en Parque
Rivadavia. Ese aburrido domingo de un fin de semana chato, decidió tomar un
poco de aire en el parque. Lo necesitaba. En su casa se sentía un algo ahogado.
El libro estaba ahí,
en uno de los tantos puestos. Viejo, amarillento y mínimamente desencajado,
como si necesitara que alguien lo cuidara y acomodara un poco. Su vista se
fijó, así, casi sin quererlo en ese libraco de tapas negras y grabados grises. Se
acercó más porque esos dibujos le resultaban familiares. Su primera impresión
no le había fallado: eran de José Guadalupe Posadas, esos de la Señora Muerte
que había visto en varios lugares durante
su viaje por México. Por un lapso, que no pudo precisar con exactitud,
se remontó a la casa en Coyoacán de
Diego y Frida, al museo de antropología y a la escultura de Tlaloc –dios azteca
de la lluvia- y a su conmovedora visita a Teotihuacán y sus pirámides del Sol y
de la Luna.
Sacudió levemente la
cabeza, como queriendo salir rápidamente de ese decenal recuerdo, saludó al
chico que atendía el puesto y le pidió permiso para examinar el libro con más
detenimiento. Lo trató con mucha precaución porque temía que algunas de sus hojas
sueltas pudieran caerse. De hecho, sin que él se percatara, la número treinta y
nueve, que llevaba con mayúsculas: ANUNCIOS, cayó. Fue el muchacho del puesto quien
lo puso sobre aviso: “señor, tenga cuidado”.
Decidió comprarlo y
simultáneamente se preguntaba qué estaba haciendo. A él nunca le interesaron
estos temas, era un tipo demasiado racional. Lo cierto es que ahora el libro ya
estaba en sus manos. Era suyo. Iba a sentarse en algún lugar del Parque, pero todos
los que le parecían cómodos estaban ocupados. Decidió volver a su casa. Caminó
unas cuadras hasta la avenida. Se subió
al colectivo que lo llevaría de regreso. Se sentó del lado de la ventanilla y
miró con muchísimo más detalle la tapa, casi como si tuviera una lupa en la
mano. Observó detenidamente cada uno de los pequeños dibujos entrelazados que la
tapizaban. Tuvo que volver a acomodar la página treinta y nueve que intentaba
salirse.
No supo si fue porque
el sol le daba en la cara o porque había estado fijando mucho la vista en los
dibujos, pero lo cierto es que le dio sueño. Los ojos se le empezaron a cerrar,
entonces dejó el libro sobre sus piernas y se dejó atrapar por esa modorra. No
puedo relajarse ni un instante porque una mosca veraniega daba vueltas y
vueltas por su cara. La espantó una, dos, tres veces.
Llegó a su casa
cansado. Bebió agua bien fresca. Ahora podría recostarse en su cama y dormir
una siesta reparadora. El libro quedó sobre la mesa de luz para cuando
despertara.
Extraño, como todos
los sueños, se encontró a los pies de una gran cascada con agua increíblemente
transparente. Allí no estaba solo. Lo rodeaban infinidad de sapos… y se puso a
contarlos. Estaba cayendo en una desesperada confusión porque los batracios no
se dejaban atrapar en su contabilidad. Cuarenta y seis, cuarenta y siete,
cuarenta y ocho.
Un ruido tremendo lo
despertó. No pudo identificarlo con nada conocido.
Se levantó y encaró
el pasillo. Ahí estaba hecho añicos “Sueño
de una tarde de domingo en la alameda”, el cuadro de Rivera que hacía diez
años permanecía colgado en esa pared. Un desastre: vidrios por todos lados,
revoque caído.
Maldiciendo, fue
hasta el lavadero a buscar escoba, pala y papeles de diario.
También se había
despertado Falucho que lo siguió hasta el lugar del desastre. Se puso a barrer
y Falucho, como buen felino domesticado, intentaba jugar con los restos de
vidrios que sonaban bajo la escoba. Se escurría entre sus piernas, la escoba y
los restos de vidrios. Quiso espantarlo para que lo dejara limpiar tranquilo. Pero
de pronto hubo una madeja de piernas, patas y escoba.
Una mano que quiere
apoyarse en el palo y no puede, un pie que no encuentra lugar plano y un vidrio
grande que había dejado para el final.
Lo encontraron al día
siguiente.
A su lado estaba la
página treinta y nueve del libro que nunca abrió.
“ANUNCIOS, son
anuncios de mala suerte que te ronde una
mosca, soñar con aguas cristalinas y con el número cuarenta y ocho, que se
caiga un cuadro sin que sople viento, que se cruce un gato negro, que…”
Lo había tenido en
sus manos. Tal vez hubiera podido tomar algunas precauciones.
Adriana
Bargalló. Abril de 2014
Este me encanto
ResponderEliminarGracias Ezequiel!!!! Adriana
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