miércoles, 14 de mayo de 2014

PRECAUCIONES

El título era algo extraño: Diccionario de creencias y supersticiones. Lo había encontrado casi por casualidad en Parque Rivadavia. Ese aburrido domingo de un fin de semana chato, decidió tomar un poco de aire en el parque. Lo necesitaba. En su casa se sentía un algo ahogado.
El libro estaba ahí, en uno de los tantos puestos. Viejo, amarillento y mínimamente desencajado, como si necesitara que alguien lo cuidara y acomodara un poco. Su vista se fijó, así, casi sin quererlo en ese libraco de tapas negras y grabados grises. Se acercó más porque esos dibujos le resultaban familiares. Su primera impresión no le había fallado: eran de José Guadalupe Posadas, esos de la Señora Muerte que había visto en varios lugares durante  su viaje por México. Por un lapso, que no pudo precisar con exactitud, se remontó a  la casa en Coyoacán de Diego y Frida, al museo de antropología y a la escultura de Tlaloc –dios azteca de la lluvia- y a su conmovedora visita a Teotihuacán y sus pirámides del Sol y de la Luna.
Sacudió levemente la cabeza, como queriendo salir rápidamente de ese decenal recuerdo, saludó al chico que atendía el puesto y le pidió permiso para examinar el libro con más detenimiento. Lo trató con mucha precaución porque temía que algunas de sus hojas sueltas pudieran caerse. De hecho, sin que él se percatara, la número treinta y nueve, que llevaba con mayúsculas: ANUNCIOS, cayó. Fue el muchacho del puesto quien lo puso sobre aviso: “señor, tenga cuidado”.
Decidió comprarlo y simultáneamente se preguntaba qué estaba haciendo. A él nunca le interesaron estos temas, era un tipo demasiado racional. Lo cierto es que ahora el libro ya estaba en sus manos. Era suyo. Iba a sentarse en algún lugar del Parque, pero todos los que le parecían cómodos estaban ocupados. Decidió volver a su casa. Caminó unas  cuadras hasta la avenida. Se subió al colectivo que lo llevaría de regreso. Se sentó del lado de la ventanilla y miró con muchísimo más detalle la tapa, casi como si tuviera una lupa en la mano. Observó detenidamente cada uno de los pequeños dibujos entrelazados que la tapizaban. Tuvo que volver a acomodar la página treinta y nueve que intentaba salirse.
No supo si fue porque el sol le daba en la cara o porque había estado fijando mucho la vista en los dibujos, pero lo cierto es que le dio sueño. Los ojos se le empezaron a cerrar, entonces dejó el libro sobre sus piernas y se dejó atrapar por esa modorra. No puedo relajarse ni un instante porque una mosca veraniega daba vueltas y vueltas por su cara. La espantó una, dos, tres veces.
Llegó a su casa cansado. Bebió agua bien fresca. Ahora podría recostarse en su cama y dormir una siesta reparadora. El libro quedó sobre la mesa de luz para cuando despertara.
Extraño, como todos los sueños, se encontró a los pies de una gran cascada con agua increíblemente transparente. Allí no estaba solo. Lo rodeaban infinidad de sapos… y se puso a contarlos. Estaba cayendo en una desesperada confusión porque los batracios no se dejaban atrapar en su contabilidad. Cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho.
Un ruido tremendo lo despertó. No pudo identificarlo con nada conocido.
Se levantó y encaró el pasillo. Ahí estaba hecho añicos “Sueño de una tarde de domingo en la alameda”, el cuadro de Rivera que hacía diez años permanecía colgado en esa pared. Un desastre: vidrios por todos lados, revoque caído.
Maldiciendo, fue hasta el lavadero a buscar escoba, pala y papeles de diario.
También se había despertado Falucho que lo siguió hasta el lugar del desastre. Se puso a barrer y Falucho, como buen felino domesticado, intentaba jugar con los restos de vidrios que sonaban bajo la escoba. Se escurría entre sus piernas, la escoba y los restos de vidrios. Quiso espantarlo para que lo dejara limpiar tranquilo. Pero de pronto hubo una madeja de piernas, patas y escoba.
Una mano que quiere apoyarse en el palo y no puede, un pie que no encuentra lugar plano y un vidrio grande que había dejado para el final.
Lo encontraron al día siguiente.
A su lado estaba la página treinta y nueve del libro que nunca abrió.
ANUNCIOS, son anuncios de mala suerte que  te ronde una mosca, soñar con aguas cristalinas y con el número cuarenta y ocho, que se caiga un cuadro sin que sople viento, que se cruce un gato negro, que…”
Lo había tenido en sus manos. Tal vez hubiera podido tomar algunas precauciones.



Adriana Bargalló. Abril de 2014

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