sábado, 13 de junio de 2015

La cita

El bolsillo le vibraba pero no alcanzaba a darse cuenta lo que era. Vibraba incesantemente mientras él pretendía dormir. Al cabo de unos minutos y tras sucesivas vibraciones que le hacían cosquillas en la pierna, se percato que era su celular. No recordaba las ultimas horas y como había llegado hasta la cama, ni porque estaba vestido. Estaba demasiado dormido y confundido para pensar en eso. El teléfono seguía vibrando y sin abrir los ojos, metió su mano en el bolsillo del pantalón, y abrió la tapa del celular. A lo lejos una voz que le decía; Hola… Hola…
—¿Hola? ¿Quién es?
—Buenas tardes. ¿Hablo con el señor Samuel Peterson? —Una voz cordial y femenina se oía del otro lado del aparato.
—Sí. Soy yo. ¿Quién es?—Sus ojos aun no se separaban. Hablaba, pero su mente no retenía información. Sabía que le llevaría un buen rato terminar de despertarse. Siempre le pasaba lo mismo. Todas las mañanas se lavaba la cara, los dientes, hacia sus necesidades y se duchaba casi con los ojos cerrados. Solo lograba despabilarse después del primer sorbo de café, camino al trabajo y gracias al viento helado que corría por las calles de Nueva York.
—Señor Peterson, nos comunicamos con usted de “White Wings Company” para informarle que nuestro presidente lo recibirá esta mañana en su oficina de la calle Houston. Ha escuchado sus mensajes y ha decidido verlo esta mañana. Llamo para confirmar la cita.
— ¿Quién? ¿White Wings? ¿Una cita? ¿Hoy?
—Sí señor. Sus insistentes mensajes han llegado a oídos de nuestro presidente y el, a pesar de que tiene su agenda completamente ocupada, ha aceptado verlo. Le recuerdo también, que si no puede presentarse hoy, no podremos concretar otra cita. Estamos completamente ocupados y llenos hasta, por lo menos, los siguientes ocho meses.
—Señorita… Disculpe. ¿Dónde me dijo que quedan las oficinas?
—Calle Houston. Señor Peterson… ¿Confirma su cita? Sería a las diez de la mañana. Exactamente en una hora y media.
—Si señorita. Ahí estaré. —Accedió porque estaba seguro que apenas el café toque sus labios, después de la ducha, recordaría el motivo de la cita y de los mensajes. Últimamente tenía la cabeza en cualquier lado y no le extrañaba encontrarse con un negocio que, según parecía, había sido manejado netamente por su socia. La señorita Lane ha sido su mano derecha por años y estaba calificada para tomar decisiones casi sin consultarle. Seguramente ella había concretado esa cita. Como lo habían hecho en otras oportunidades, la llamaría de camino a las oficinas para que lo pusiese al tanto del negocio.
Desafortunadamente ni la ducha, ni el café, ni el viento helado lo hicieron recordar, aunque si lo despabilaron. Si no recordaba a la White Wings, menos los mensajes. Nada. Había intentado comunicarse con su socia de camino a la cita pero no hubo caso. El mal humor se presento con fuerza, mientras en el taxi trataba de pensar una estrategia para encarar al presidente de la White Wings sin sonar estúpido por no saber lo que hacía allí. No presto atención a la calle, a los transeúntes, ni a los sonidos a los que estaba acostumbrado. La gran manzana se presentaba casi vacía y con poco tráfico. Aunque el silencio era muy extraño, él no lo notó porque iba enfrascado en su dialogo imaginario con el hombre de la cita.
El taxi lo dejo enfrente de la compañía y al bajarse, tampoco recordó cómo es que había llegado al auto, ni el momento en que le había dado la dirección. “Definitivamente tengo que ver un medico”, pensó mientras ingresaba a un edificio de varios pisos. La fachada era imponente y se sorprendió por no haberlo visto antes, a pesar de haber pasado por ahí todos los días.  
—Buenos días, tengo una…
—Si Señor Peterson. Lo están esperando. Aguarde aquí que alguien le vendrá a buscar. —Le dijo un joven vestido de negro, en un escritorio que se encontraba a pasos de la entrada.
—Disculpe Señor. —Samuel se acerco al muchacho luego de esperar unos minutos, dudoso de plantear su inquietud. —Estoy teniendo unos pequeños problemas de memoria últimamente, y la verdad que no recuerdo que es lo que vengo a hacer aquí. La señorita que me llamo, me dijo que había dejado varios mensajes para ver al presidente de la compañía pero… verá… no me acuerdo de nada.
El joven lo miro de una manera que Samuel no supo si expresaba sorpresa o preocupación. Al cabo de unos segundos, saco unos papeles de un cajón y se los extendió.
—Tome, lea. Acá están anotados todos sus mensajes. Usted sí que ha sido insistente eh. No sé que vio el presidente en usted, pero déjeme decirle que su caso ha sido muy especial. Todo el edificio sabe de sus mensajes. Fíjese—mientras le señalaba las hojas— ochenta y nueve mensajes en menos de veinticuatro horas. Aunque recibimos muchísimos más, creo que lo que llama la atención son sus palabras. Si. Eso fue. Creo que el presidente sintió pena por usted y lo mando a citar. Ahora bien mi amigo, no lo arruine. Esta es una oportunidad que no a muchos se les da.
Samuel escuchaba lo que le decía aquel muchacho, pero mientras más oía, menos entendía. Ojeo las hojas que tenía en la mano y alcanzo a leer uno de los mensajes que estaba resaltado con verde.
“Por favor… tengo mucho para dar. Sé que me equivoque, sé que no creí en ti, pero hoy más que nunca te necesito. No me abandones ahora. Por favor, necesito verte. Quiero verte y pedirte perdón. Quiero otra oportunidad. No te fallare. Dios, por favor. “
—¿Qué es esto? —Se pregunto en voz alta.
Una señorita se asomó desde el ascensor y lo llamó por su nombre. Los dos subieron los doce pisos que separaban la planta baja y la oficina del presidente. Al salir, divisó un sillón que miraba hacia la puerta cerrada con el cartel de “Presidencia” en el centro.
—El Señor lo recibirá en unos minutos. Tome asiento. — Le dijo ella mientras se sentaba en su escritorio. No lo miraba. Las hojas habían desaparecido de su mano e inmediatamente pensó que las había olvidado en el hall de entrada. Maldijo en voz baja por no haberlas subido y seguir ojeando los mensajes que  supuestamente había enviado y no reconocía.
Unos minutos después, la voz dulce de la muchacha lo saco de sus pensamientos desordenados
—Adelante. Ya puede pasar.
Ya nada podía hacer. Se acomodo el traje y la corbata e ingreso a la oficina del presidente. Enseguida reparo en el ventanal gigante que mostraba la cuidad en su mayor esplendor. Contuvo las ganas de acercarse y siguió observando la habitación. Sillones, una mesa ratona de madera lustrada, alfombra, cuadros de artistas reconocidos y una gran biblioteca. El escritorio del presidente era enorme aunque tenía pocas cosas sobre él. Solo unas hojas (que enseguida reconoció) y una lapicera. Se oyó el ruido del agua correr tras una puerta a sus espaldas y al darse vuelta, lo vio salir del baño.
—Buenos días Samuel. ¿Cómo has estado?
—Buenos días… Señor…
—Honestamente, quiero decirle que a lo largo de toda mi carrera, jamás he visto a alguien tan elocuente a la hora de pedir la salvación. —Caminaba hacia el escritorio, mientras se secaba las manos con una toalla blanca, que luego depositó sobre la mesita ratona. —La verdad Samuel,  tengo que reconocer que me sorprendieron sus palabras. Lo tenía que conocer.
—Disculpe… ¿Señor…? —como el hombre no hizo ademan para decir su nombre, prosiguió. —Le comente al muchacho de abajo que no recuerdo porque estoy aquí. Ni las llamadas, ni los mensajes. No sé quién es usted. No sé qué hago aquí. No sé a que se refiere con “Salvación”. Le pido disculpas pero no se qué me pasa. Debería ir inmediatamente al médico para hacerme ver.
—Samuel, tu pediste verme desde el día del ataque. ¿No te acuerdas? Desde que sufriste el ataque cardiaco en el parque, y te internaron en el hospital, has estado llamándome, buscándome. Pidiendo que te perdonara los pecados (que fueron muchos), y por ende que te salvara. Y bueno… has sido tan persistente que no me contuve. Quería conocerte.
De un momento a otro, todo cerró. Y recordó la tarde en el Central Park mientras paseaba a su perro Shogy y el fuerte pinchazo en el pecho.  
—Dios…
—Si. Encantado en conocerte Samuel. Ahora, cambia esa cara de desencajado que debo asignarte unas cuantas tareas y ver si vales la pena. Esto no es una simple cita. Mi secretaria te dará toda la información que necesitas. Cuando hayas terminado tu encargo, volverás a verme.
—Pero… yo… Dios… quiero…
—Se que quieres saber muchas cosas, se que ya has recordado como llegaste aquí. Y no. No puedes volver. Por lo menos, no como Samuel. —Le guiño el ojo—Sé que puedes ser merecedor de un lugar aquí, con nosotros. Pero… antes deberás probar si eres harina de este costal. Tu sabes, no todos tienen lo que hay que tener para ganarse un pedazo de cielo—Sonrió— Realmente tus pedidos han calado en mi, y déjame decirte que hace muchísimo tiempo no oía a alguien pedirme con tanto fulgor. Sé que te mandaste las tuyas y no te culpo. La vida allá abajo es bastante revoltosa y es muy difícil mantenerse fuera del pecado. En fin, aquí estas y creo que puedes servir a mi causa. —Se acerco y le dio una palmadita en el hombro y lo acompaño a la salida— Ahora bien, aquí te darán las instrucciones y ya arreglaremos cuentas en el próximo encuentro. No tengas miedo. Mucho gusto Samuel.
—Mucho gusto Dios.

                                                                                                                     ERICA VERA


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