El
teléfono sonó cuatro veces y saltó la contestadora: “Hola. No estoy en casa. Seguramente estoy en la clase de yoga o en
la de inglés. O simplemente paseando. (Risas) LLamáme más tarde. Besitos.
Delia.” Volvió a marcar y escuchó detenidamente cada palabra. Trataba de
aislar los sonidos del ambiente y creaba en su cabeza la escena. Podía, a
través del teléfono, ver aquella casa donde se crió. Así lo hacía varias veces,
escuchando repetidamente su voz.
Su
mamá debió estar sentada en aquel sofá viejo, testigo de miles de momentos, a
la hora de grabar ese mensaje. La podía
ver sentada en el borde del apoya brazos. Así lo hacía cada vez que usaba el
teléfono. Pensar en el sillón lo guió a visualizar el living. El sillón marrón
de tres cuerpos, y otros dos más pequeños solían rodear la mesita ratona. ¿Se encontraría
repleta de revistas? Revistas de costura, de arte, de cocina. La pared blanca y
los cuatro cuadros con las fotos de; ella y el viejo cuando se casaron, la de
Juan (su hermano mayor) cuando ingresó al servicio militar, la de Roberto (su
hermano más chico) cuando se recibió de Doctor y la de él, sentado en el cordón
de la vereda, despeinado y con un cigarrillo en la mano. ¿Estaría su foto aun
colgada en la pared? No podría saberlo. Siguió recorriendo su casa con la
imaginación. Visualizando cada espacio, cada rincón. Se paseó por la cocina y
recordó los domingos en la mesa. Los debates, los silencios y sobre todo reparó
en los olores y en los sabores. Los sahumerios que se prendían todos los
sábados después de la limpieza y el vaso con sal detrás de la puerta. Una
costumbre que su mamá adquirió desde muy joven y jamás se la pudieron sacar.
De
un momento a otro, pensó en su habitación. Y aunque intentó recordar algún detalle,
solo recordó lo que dejo allí aquel jueves por la tarde. Sus libros, sus
discos, sus fotos y su colección de monedas. Dedujo que todo estaría tapado por
el polvo o bien arrumbado en el galponcito. La imagen lo entristeció. Pensó en
el jardín; en la inmensidad de aquel lugar donde dio sus primeros pasos con la
bicicleta. Pensó en el limonero frondoso y recordó a su viejo dándole con el
cinto para que diera mejores limones. Los sábados por la mañana cuando cortaban
el pasto y cómo cada uno tenía su tarea asignada. El siempre se encargaba del
rastrillo. Hacia montículos de pasto para que Roberto los guardara en la bolsa
de consorcio y Juan, el más fuerte, los deje en la vereda para ser recolectado.
Volvió
a marcar y antes que sonará por cuarta vez, atendieron. “Hola….” Cortó. No
volvió a marcar.
***
Como
cada viernes a las 16:45 el teléfono sonaba sin parar hasta las 17:00 o hasta que
ella atendiera. Al principio, creyó que era un gracioso que lo único que quería
era molestar. Hasta que se dio cuenta que era él. Su respiración uniforme, su
silencio y sobre todo su persistencia lo delataron. No lo notó el primer
viernes, sino mucho después. Cada vez que ella atendía no volvía a llamar. Su
corazón de madre le decía que era él y el detector de llamadas lo confirmó.
Dejo de atender. Sabía que él solo escuchaba el mensaje de la contestadora, y
volvía a llamar. Una y otra vez. Por eso, una vez al mes cambiaba el mensaje. “Hola… No estoy en casa. Estoy en el
hospital con la tía Nelly. Dejame un mensaje y te devuelvo la llamada.”…En
otra ocasión; “Hola… No estoy en casa. Juancito fue papá. Estoy
disfrutando a la pequeña Zoe. LLamame mas tarde.” O “Hola… Hoy es el cumple de
Roberto. Estamos de festejo. LLamame mañana porque hoy vuelvo tarde….”
Una
vez al mes, y por los últimos tres años, había cambiado el mensaje de la
contestadora. Todo el mundo creía que lo hacía porque se aburría de lo mismo.
No era extraño que Delia hiciera esas cosas. Una mujer divertida, alegre. Era
de esperarse. Sin embargo, la razón era otra. Cambiaba de mensaje por que en el
minuto y medio que duraba la grabación, le contaba a su hijo menor los últimos
acontecimientos familiares. Así se comunicaban. Ella dejaba que el teléfono
sonará y atendía como siempre a las cinco de la tarde. Hola… Hola… y él del otro lado, cortaba.
No
estaba segura si él sabía que ella estaba al tanto de sus llamadas semanales.
Jamás se lo mencionó a nadie. Ni siquiera a Juan, quien era el único que más o
menos estaba al tanto de la situación de su hermano. No se hablaba de él hacía
mucho tiempo. Aunque todos sabían dónde estaba y cuando saldría, los años
pasaban como si el más chico de los Morales no existiera. Su recuerdo era un
fantasma que habitaba en las fotos del living y nada más. No había nada más de
él. Aquella foto había permanecido allí, por insistencia de su madre. Su padre
ordenó tirar todo y borrar de su vocabulario su nombre y todo lo que se refería
a él. “Dejo de ser mi hijo, dejo de pertenecer a esta familia”, dijo. Y jamás
nadie le retrucó.
***
Cada
viernes utilizaba los últimos quince minutos de su salida diaria para llamar a
su casa y oír la voz de su madre. Oírla lo hacía sentirse bien, y le daba
fuerzas para afrontar la semana. Ella, del otro lado, dejaba el teléfono sonar
y sabía que él estaba del otro lado. Le hubiese gustado que no cortara cada vez
que ella atendía, pero la vida y las decisiones los habían puesto en aquel
lugar. Tal vez, algún día todo cambie.
ERICA VERA
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